El hombre del paraguas y la gabardina azul

Jorge Arturo Hace poco murió uno de los poetas y animadores de la contracultura de Costa Rica

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De los poetas costarricenses fallecidos de manera prematura en años recientes, Jorge Arturo tal vez sea quien sufrió la muerte menos sospechosa o espectacular. No estoy seguro de que él se sentiría a gusto con esto: él, tan huraño, tan afecto a la teoría de la conspiración y tan inclinado al tremendismo, y tan contradictorio, tan hermoso y tan humano.

No existirá, entonces, en su caso, la leyenda de una conspiración policial ni de un cobarde asesinato que venga en su ayuda para sostener su memoria: será su poesía, y solo ella, quien deba hacerlo –y aventuro que lo hará–.

Jorge Arturo Venegas Castaing –quien publicó toda su obra literaria bajo el seudónimo de Jorge Arturo – nació en Alajuela en 1961 y falleció hace pocas semanas en San José tras batallar durante los últimos años contra un cáncer.

Además de su obra literaria –mayormente poética–, se recuerda a Jorge Arturo por haber sido uno de los gestores del colectivo Kasandra, que a mediados de los 90 hizo ruido y refrescó el entorno con su propuesta contestataria y contracultural.

Asimismo, junto con otros escritores y jóvenes vinculados con la literatura, Jorge Arturo fue fundador de la Editorial Alambique, uno de los primeros proyectos independientes en este campo en años recientes, con más de una veintena de títulos publicados. Hombre inquieto, Jorge Arturo organizó recitales y se aventuró alguna vez en proyectos de artes plásticas.

De su obra poética entresaco los títulos Se alquila esta ventana (EDUCA, 1989), ganadora del Premio Juan Ramón Molina de literatura joven centroamericana; Un paraguas llamado Adrián (Ministerio de Educación Pública, 1989), y El blues del aprendiz (Editorial de la UCR, 1991).

Sin embargo, posteriormente a ellos publicó varias obras, tanto en poesía –el que fue sin duda su género predilecto– como en narrativa, donde únicamente conozco su novela alegórica La hoguera verde.

Desde mi perspectiva, su producción poética tiene dos características fundamentales: un afán permanente por desembarazarse del lastre de las retóricas tradicionales, como parte de una búsqueda de frescura y naturalidad capaz de propiciar el encuentro con los lectores.

Recuerdo que, en nuestras juventudes, cuando conversábamos sobre estos asuntos, él defendía que el hecho poético no tiene lugar en el texto, sino en la mente o el espíritu del lector. El texto es solo un vehículo, una plataforma para establecer la comunicación entre dos seres humanos.

La otra característica de su poética es su afán por darle estatuto poético a lo más simple y cotidiano. La poesía es un gato que nos acecha siempre y solo hay que dejarse acariciar por ella. Los títulos mismos de sus obras, aquí citados, revelan esto.

Pertenecimos a la misma generación, una generación que creció en el contexto de la Guerra Fría y de las guerras centroamericanas, a la que el derrumbe soviético sorprendió al despuntar a la madurez.

Jorge Arturo no fue un hombre político en el sentido tradicional. Nunca se dejó atrapar en la dialéctica comunismo-anticomunismo tan vigente en aquellos años, pero sí fue un hombre político por su irrefrenable interés y su compromiso con la humanidad ajena.

Tan amante del rock latino –Spinetta y Charlie– como de Bach, Coltrane y Chavela Vargas, juntos dimos cuenta de algunas damajuanas de vino chileno y de todas las cervezas que pudimos. Otros vicios no.

Funcionario invisible de la Universidad Estatal a Distancia durante varias décadas, Jorge Arturo supo acurrucarse ahí, en un rinconcito, desde donde podía escri-bir sin que lo jodieran mucho.

Hombre alto, de risa y manos anchas, carcajada sonora y vozarrón a cuestas, taciturno y retraído –salvo en la intimidad–, generoso y complejo, quiero recordarlo aquí con su excéntrico impermeable azul y su paraguas de rayas, como solía caminar por las calles de San Pedro.

Del poema que le dedicó al historiador Paulino González como homenaje póstumo, entresaco y hago míos estos versos:

un anteayer

–quiero pensar–

sorbió tu último tren de amargura

–quiero sentir–

te fuiste con la prisa de una tarde sin reloj

rumbo al mar

o hacia una lluvia joven

que

te

hablara

porque

decinos si no

¿verdad que no estabas solo?

¿verdad que no estamos solos?

La vida es inevitable mientras dura. Es algo que aprendemos con los años y que como frase tal vez le hubiera hecho gracia. Nunca se lo pude decir porque luego nos distanciamos, pero estoy seguro de que él llegó a la misma conclusión. Ahora que para él se acabó, acaso me gustaría preguntarle, como hace él en otro de sus poemas:

Y en la noche,

¿también hay mar?

Ojalá que sí. Ojalá que no. Ojalá.