El genio de la locura

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Como en la honradez, lo importante en la locura no es estar loco, sino parecerlo. De tal forma, podremos robar a quienes nos creen honrados, y podremos burlarnos de los ingenuos que ven, en nuestra falsa locura, un rasgo de genialidad o de preferencia de los dioses.

Esas tonterías, algo cínicas, pueden deducirse de cierto pasaje que escribió Friedrich Nietzsche en su libro Aurora (Pensamientos sobre los prejuicios morales) . Son meditaciones variadas, desvariadas, retornantes, como las que escriben los filósofos a quienes les sobra el tiempo de los otros; pero siempre es más ameno dar vuelta en las esquinas que dar vueltas en los libros.

En el parágrafo 185, Friedrich nos sentencia: “Hay que deshacerse de los mendigos pues molestan cuando se les da limosna y cuando no se les da”. Otro filósofo, más sutil, habría dicho que lo que molesta es que deban mendigar. Ese filósofo, más sutil que Nietzsche, es Woody Allen, quien, meditando sobre lo mismo, creó esta ironía: “Cuando el presidente Lyndon Johnson declaró la guerra a la pobreza, yo le arrojé una granada a un mendigo”.

Algo antes, en el parágrafo 14 de Aurora , Nietzsche se dedica a equivocarse con respecto al “valor” de la locura ya que admira la “iluminación” de los dementes.

“La demencia casi siempre ha abierto el camino a las nuevas ideas”; “Si no están realmente locos, los hombres superiores se sintieron forzados a fingirse tales”, supone Nietzsche, cuyas ruidosas objeciones a la moral lo tornan el filósofo de los adolescentes ansiosos de seguir a cualquier gárrulo que les señale una vida heroica.

El absurdo de creer que la locura es un estado de gracia sonó antes en Platón, para quien, “a través de la demencia, nos llegan grandes bienes de los dioses” ( Fedro , 244).

El loco como profeta, como genio iluminado, vuela sobre las páginas escritas con ligereza.

George Robert Price fue un químico que giró por otros rumbos hasta que halló escritos del biólogo Bill Hamilton. Esta fue su primera revelación; la segunda ocurrió el 7 de junio de 1970, cuando su ateísmo se esfumó por una aparición divina, según confió a sus amigos.

Hamilton había descubierto la fórmula matemática del altruismo animal, y Price la perfeccionó. “La obsesión de Price con el parentesco y el altruismo desarrolló un poderoso método para el análisis de la evolución”, precisa Lee Dugatkin ( La ecuación altruista , cap. VI).

Price sufrió otra obsesión: la del amor al prójimo. Regaló todos sus bienes a los miserables y vivió como ellos en un tugurio de Londres. El 6 de enero de 1975, Price se suicidó en un acceso de pena o de locura. Fue uno de los genios de la teoría evolucionista y había intentado reducir el egoísmo que encontraba.

La demencia no es el lujo de los genios ni un regalo de los dioses: es un horror que puede arrastrar a cualquiera, aunque algún frívolo filósofo haya cantado a la locura.