El espléndido legado de Chapuí

El primer templo parroquial de San José fue un sencillo edificio de adobes.

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El 2 de octubre de 1783, en la Villa Nueva de San José, fallecía su primer cura párroco: el presbítero Manuel Antonio Chapuí de Torres. Con ello, se hacía efectivo el testamento que este había dictado solamente dos meses antes:

“Declaro que las tierras en que está poblada esta villa son mías, cuyos títulos han perdido mis sobrinas; pero es público y notorio cuáles son sus linderos pues lo acreditan las demás que con ellas confinan por sus escrituras ['].

”[Y] es mi voluntad que queden a beneficio de los hijos de ella, con el bien entendido de que todos los que quisieran sitio para vivir sea bajo la campana, y este se le ha de medir por el Teniente de Gobernador que es o fuere de esta villa, a quien para ello se le deberá tomar su venia”.

Párroco y parroquia. A diferencia de quienes lo antecedieron como pastor de la Villita, el padre Chapuí era nativo de donde esta se asentaba pues había nacido en septiembre de 1712 en el valle de Curridabat.

El religioso era hijo único de Josefa de Torres, descendiente de una familia española dueña de extensas tierras, y de Antonio Chapuly (luegodevenido Chapuí), un rico genovés dedicado al comercio de telas en Cartago.

En el niño Manuel Antonio convergían, pues, las viejas posesiones coloniales con el nuevo capital comercial.

Muy joven, Chapuí sintió la vocación sacerdotal y partió al Seminario Conciliar de León, Nicaragua, para luego concluir su formación de tal en Guatemala.

De vuelta en Costa Rica, era, además de rico heredero, uno de sus pocos hombres con estudios.

Aquí, el sacerdote Pomar y Burgos, principal impulsor de la villa, había fallecido en 1767. Varios lo habían sucedido en el cargo de teniente de cura, aunque por cortos períodos que limitaron su acción a lo perentorio.

Por eso, en 1769, “algunos vecinos por todos se obligan a cuidar y reparar la iglesia y a mantener lámpara para que el señor Obispo les nombre Cura, según les había ofrecido”. En 1772, tal designación cayó en Manuel Antonio Chapuí.

Para entonces, la Villita había crecido, y se iba delineando su perfil construido.

Así, en la manzana situada al oeste de su ermita –la que hoy ocupa el Banco Central– se situaba la plaza del lugar; y, frente a su esquina noroeste –donde está el Banco Nacional–, se construyó la casa que albergaría al primer Cabildo.

Lindante con el Cabildo –en la esquina suroeste del edificio de Correos–, se hallaba la casa del sacerdote Pomar, luego adquirida por Chapuí, que vivía allí cuando fue nombrado cura en propiedad.

Aquella decisión respondía al acuerdo del Real Patronato Español –institución que ejercía poder sobre los asuntos eclesiásticos– de elevar la Villita a parroquia, algo que empezaba a merecer por el número de sus almas y de casas construidas alrededor de la plaza.

Además, al suroeste de aquella, desde 1759 veníase formando el barrio de La Puebla, de gente parda –es decir, negra y mulata–, casi toda artesana y de servicio doméstico en la villa.

Adobes y construcción. Sumadas al aumento de habitantes, las malas condiciones en las que se encontraba la vieja ermita, indujeron a los vecinos a construir una nueva iglesia para albergar su parroquia.

Para ubicarla, Chapuí eligió el punto más alto de la población, a la vera del camino de Provincias (hoy la avenida Segunda), traslado que obligó a extender el cuadrante hacia el sureste.

Así, en 1774 se inició la obra en el lugar que hoy ocupa la Catedral Metropolitana, con lo que se delimitó a su vez la llamada plaza Nueva. Para ello se destinó la manzana situada frente al atrio del templo (hoy parque Central).

En las iglesias del período colonial, las diferencias dependían del momento en que fueran edificadas, de su ubicación, de las técnicas constructivas disponibles y de las posibilidades económicas de la población.

Por sus limitaciones, se decidió hacer de adobes la primera iglesia parroquial de San José. Esta es una de las técnicas de construcción más antiguas pues se han rastreado adobes ya en los primeros asentamientos de características urbanas, propios del período neolítico.

El empleo del adobe ya se encuentra en el Medio Oriente, región desde donde se extendió su uso a toda la cuenca del mar Mediterráneo, incluida la costa ibérica.

De España, el adobe se trajo a América para ser uniformemente adoptado durante la época colonial.

Aquella adopción americana, eso sí, fue también una adaptación a cada circunstancia geográfica y climática, decantada por el tiempo.

En el Valle Central de Costa Rica, el empleo del adobe tuvo tres siglos para desarrollarse y particularizarse, como lo hizo desde el siglo XVII.

En nuestro país, para construir con adobes, primero se fabricaban los grandes y pesados bloques de barro mezclado con zacate y estiércolbovino; luego se secaban al sol en claros o potreros, que debían estar cerca por el peso de los adobes y lo difícil de su transporte.

El cimiento se hacía de piedra de río mezclada con barro, vertido todo en una zanja.

Para los pretiles o repisones, y para los bastiones o contrafuertes, se usaba piedra mezclada con cal y arena, o calicanto.

Las paredes del volumen así levantado se protegían con una mezcla de barro, paja y boñiga: el empañetado o enlucido. Luego se le daba acabado con cal y almidón diluidos en agua, a modo de pintura, algo que, si por fuera daba atractivo, por dentro brindaba mayor claridad al ambiente.

La madera –por lo general de cedro o de guachipelín– era rajada con hacha para estructurar el techo, con horcones que servían de columnas. Además, se usaba la madera para reforzar las paredes y para hacer los dinteles y marcos de puertas y ventanas.

Doble legado. Mientras se construía aquel templo, empezó a llamarse Villa Nueva al lugar, en contraposición a Villa Vieja, nombre que se le daba a Heredia por ser ligeramente más antigua.

Para entonces, los vecinos se habían comprometido a pagar los gastos de vino, pan, cera y ornamentos “de la parroquia que a su costa están construyendo, a cambio de que la Iglesia no les cobre derechos de fábrica por difuntos”.

Como era costumbre, la nueva iglesia contaría con un cementerio al lado norte. Este camposanto copiaba al existente junto a la vieja ermita, la que dejó de usarse en 1776, cuando estuvo lista la parroquia.

De hecho, así nos lo muestra la única y muy antigua imagen que de la nueva iglesia disponemos: un típico templo de planta rectangular y cubierta de dos aguas, con una sola puerta en el centro de la portada, flanqueada esta por dos torres.

En su interior, es probable que el espacio abierto de la fábrica de adobes estuviese dividido en tres naves, separación trazada por dos filas longitudinales de columnas de madera que sostendrían a su vez el maderamen de la techumbre entejada.

Pese a su llaneza, aquel primer templo parroquial fue un gran logro en la aspiración urbana de la villa y una muestra del carácter de su párroco. No obstante, hizo aun más Chapuí pues, por vía de testamento, legó todas sus tierras a cuantos quisieran establecerse en ella.

Refiriéndose a tales propiedades, dice el historiador Carlos Meléndez: “Por lo que sabemos [...], iban desde los actuales barrios Francisco Peralta y González Lah-mann a Barrio Amón por el Este, hasta los Anonos y Rohrmoser por el Oeste, y entre los ríos Torres y María Aguilar por el Norte; es decir, lo más valioso hoy del área metropolitana” (En los 250 años de la ciudad de San José).

Así, al partir, el padre Manuel Antonio Chapuí dejó un doble legado a la Villa Nueva: nueva iglesia parroquial y terrenos suficientes para recibir también nuevos vecinos –testimonios, uno, de su tesón y, otro, de su generosidad–.

EL AUTOR ES ARQUITECTO, ENSAYISTA E INVESTIGADOR DE TEMAS CULTURALES