El concierto de mi vida

A veces silbaban o aplaudían conmigo; otras, guardaban devoto silencio

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He tocado ante muchas audiencias. Recibido buenas y malas críticas. En pianos tanto excelsos como mediocres, a veces con cuerdas reventadas y teclas que no sonaban. Para públicos sapientísimos (los más indulgentes), diletantes pretenciosos (los más difíciles), y públicos vírgenes de belleza y cultura (los más maravillados y agradecidos). He tocado para coros, para troupes de bailarinas, en un tablao flamenco, en iglesias, en salones comunales, en hospitales, en fiestas de 15 años, de aniversarios, en funerales, en bodas, en ceremonias de gobierno, vestido de San Nicolás durante alguna navidad, en los más mundanos cócteles, en asilos de ancianos, en los galerones de escuelas rurales, en escuelas privadas, en cines, improvisando música que seguía el movimiento de los personajes en películas mudas de Chaplin y Keaton, en inauguraciones de edificios, en inauguraciones de pianos. Y sí, he tocado en grandes salas, llenas a reventar, bajo prestigiosas batutas, piezas canónicas del repertorio universal.

Pero la experiencia más bella que tengo es la de haber tocado en un centro penitenciario. Navidad del 2004. Y no teniendo en las instalaciones piano, hube de tocar en una clavinova, cuyos pedales se resbalaban bajo mis pies, en una banqueta demasiado angosta que me impedía desplazar mi cuerpo de un extremo a otro del teclado y tenía que ponerme de pie (por momentos parecía un pianista de rock ). Ofrecí mi habitual espectáculo interactivo, dialogando con la audiencia, invitándolos a hacerme preguntas, preguntándoles a mi vez qué querían oír, introduciéndolos a mundos para ellos inauditos: Debussy, Satie, Liszt, Chopin, Schumann. Muchas veces fui incapaz de complacerlos: cuando me pedían jazz , rock y música popular americana me limitaba a hacer lo que podía, improvisando por aquí, por allá, tocando “de oído” las tonadas que conocía. Lo hice muy mal, estoy seguro, pero una cosa es segura: nunca les infligí el silencio por respuesta.

Sus ojos brillaban. A veces silbaban o aplaudían conmigo, otras veces guardaban devoto silencio. Los guardas permanecían inmutables, cumpliendo con su trabajo de vigilancia, y no permitiéndose ni por un momento dejarse seducir por la música. Yo me abandoné a mi público. Ante el milagro de la comunicación, hasta la incomodidad de la clavinova dejó de molestarme.

Y entonces viví la que hasta ahora considero la más bella experiencia que como músico he tenido en mi vida. Salía ya del salón, cuando uno de los prisioneros –las manos atadas por muñecas– se acercó a mí, y me dijo: “Gracias, señor Sagot: por una hora fui un hombre libre”.