El caballero elegante

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Hay desconocidos que detestan la fama, pero nadie lo sabe. Algo similar le pasaba a Robinson Crusoe cuando se le ocurría un chiste y no tenía a quien contárselo. La modestia es una virtud que se agrava con el anonimato.

Algunos escritores publican novelas bajo un pseudónimo; pero, como nadie las lee, ellos son más desconocidos por su pseudónimo que por su nombre, de manera que, si trataron de huir del anonimato, no corrieron bastante. Así, no se sabe qué es peor: ser un autor anónimo porque se extravió su nombre o ser un anónimo por derecho propio.

Los malos escritores publican obras con su firma, pero los libros que escriben no tienen nombre.

La gran ventaja del autor anónimo es que siempre consigue los primeros puestos cuando las bibliografías lo ponen en la letra A .

En la historia de la literatura ha habido anónimos de renombre, como el autor del Poema del Mío Cid : el abogado Pedro Abad, según pretende el hispanista Colin Smith en el prólogo que puso a su edición crítica del poema; pero a don Ramón Menéndez Pidal no le gustaban estas cosas, había releído tanto el poema que ya era parte de la familia, y prefería que el autor continuase sin nombre, perdido en la noche de los tiempos, que nunca amanece.

Se dirá que lo que en realidad importa es la obra, no quién sea su autor, lo que es muy cierto siempre que uno no sea el autor de la obra.

Viajando a contramano en la noche de los tiempos retrocederíamos hasta los tiempos romanos de Petronio, el supuesto autor de El Satiricón , suerte de novela picaresca avant la lettre ; o sea, antes de tiempo; es decir, antes de que la inventasen los españoles del siglo XVI.

El problema con Petronio es que conocemos su nombre, pero no sabemos quién fue –los anónimos ya no saben qué inventar para que los críticos trabajen–.

En su prólogo a El Satiricón , el filólogo Julio Picasso se rinde ante el misterio y reconoce que de Petronio solo conocemos el nombre y que no hay pruebas (‘evidencias’ dicen los popmodernos) de que haya sido el mismo amigo-enemigo de Nerón al que Tácito llamó “árbitro de la elegancia” ( Anales , XVI).

Elegante e ingenioso, tal Petronio fue como un Oscar Wilde obsequiado por Irlanda a la decadencia de otro imperio (el romano).

La elegancia es un valor de todas las culturas, aunque no falte el dandismo burlón y retador de ciertos elegantes. El dandi Michel de Montaigne tenía el garbo de desarreglarse la camisa si un escarpín se le torcía ( Ensayos , III, 9).

Sin embargo, hay otro elegante al que debemos más que una ocurrencia: el Caenorhabditis elegans, gusano de un milímetro de largo y cuya piel es tan tenue que ejerce la transparencia informativa. El caballero Elegans es muy sencillo; su madurez puede seguirse en pocos días, y su desarrollo revela enigmas del envejecimiento y de la apoptosis (“suicidio celular”, ruta orientada a combatir el cáncer). Su estudio ha ganado tres premios Nobel.

Ignoramos por qué es elegante: tal vez lo por la gentileza de contar su vida para salvar las nuestras.