Dos formas de mirar un sueño

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Uno es viejo cuando sabe que ya tiene los años que le faltan. Por supuesto, a la inversa, se puede ser joven de corazón –ayuda mucho un trasplante– o de pensamiento si se conservan las ilusiones de juventud que nos sugirieron ser artista o amar al prójimo (otro arte).

En 1810, don Francisco de Goya tiene ya 64 años y una vida vivida tantas veces que los años le parecen más. Ha estado cerca de los reyes y más cerca de las reinas, y sabe que ellos son como cualquiera, aunque peores pues, como son famosos, los defectos se les notan más.

Si uno no puede ser virtuoso, al menos que sea pobre; al fin, de esto se enteran pocos pues el pobre nunca aparece en el retrato de la real familia que Goya pintó y en el que tal familia es una caricatura de manías intrusas en un óleo magistral.

En 1810, en España, hay muertos en la tierra y pólvora en el aire, y don Francisco ha vuelto de una gira fúnebre que le ha mostrado restos de la guerra brutal librada todavía contra las tropas napoleónicas.

Don Eugenio d’Ors cree que Goya no vio combates, sino que se los contaron ( El vivir de Goya , capítulo XVIII); mas, si fue así, se los contaron bien porque los gritos y la sangre entraron vibrando en los grabados terribles que Goya traza de lo contado. Así fue naciendo su serie Los desastres de la guerra .

Las carretadas de muertos crujen también hasta en poemas: “Tal vez el gran torrente / de la devastación en su carrera me llevará”, escribe el romántico Manuel José Quintana (contemporáneo de Goya) sobre la guerra de entonces.

Doce años antes, Goya había ejecutado otra serie, los Caprichos , satírica y censoria –como solía decir su tocayo De Quevedo–. Aquí, Goya diserta con dibujos contra los vicios, los poderosos, los curas libertinos, los borrachos, las mujeres livianas (se habla de la misoginia apenas velada del artista)... Los caprichos son ácidos cual los Sueños de Quevedo y cual otros sueños: las cintas finales de Luis Buñuel, aragonés sarcástico, como Goya.

Hay un celebérrimo capricho : El sueño de la razón produce monstruos (1799). En él, sobre un hombre adormilado revolotean búhos y murciélagos (los monstruos). Por escrito, Francisco de Goya explicó su “mensaje”: sin la razón (pues yace dormida), la fantasía (no la razón) produce monstruos.

Empero, cierta interpretación “canónica” supone lo opuesto: llevada a su extremo, la razón produce monstruos (bombas atómicas, genocidio planificado, etc.). Sin embargo, la ciencia es moralmente neutra; no lo es la técnica: la aplicación política de la ciencia, que produce monstruos. Don Francisco de Goya fue un moderno, un iluminista; que se sepa, ni los desastres de las guerras lo llevaron a renegar de su joven amor por la razón.