Disquisiciones

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El prólogo es el patito feo que se convierte en libro y sigue siendo feo. Entonces, en vez de ser un libro-cisne, acaba siendo un libro-ganso que grazna mas no levanta el vuelo. Enceguecido por el buen gusto, el lector procura lanzar el libro por la ventana para que le caiga al autor y vuelva así al lugar del crimen. Hay libros tan malos que dan ganas de acusarlos con el índice.

El prólogo es el síntoma que aparece antes que surja el libro, para anunciarnos que aún no ha pasado lo peor. El prólogo es al libro lo que el pródromo es a la enfermedad.

Los prólogos y los discursos son largos, pero, en cambio, algunos son demasiado largos. Anunciar “¡Seré breve!” es ya una imprudencia, un llamado a la sublevación.

Uno no se explica por qué alguna gente tiene tanta creatividad cuando es tan bonito el silencio.

Los discursos y los resfríos nos hacen llorar y nunca terminan. No deseamos la muerte del orador, pero de inmediato ansiamos que el disertante esté a punto de decir sus últimas palabras.

Es raro que algunos oradores no sepan cómo terminar cuando al auditorio se le ocurre un montón de formas. En fin, la mejor parte de los discursos es estar en otra parte.

A veces, en el prólogo, el autor agradece a quienes lo ayudaron a cometer el libro. El prólogo resulta así la pedrada con la que el autor (el exalumno) se venga de sus profesores mencionándolos. Se lo merecen: debieron adivinar los prólogos antes de dedicarse a la enseñanza.

El prólogo se torna entonces tabula gratulatoria en la que el autor, ingrato, agradece a quienes le habrían agradecido un poco más de olvido. El aparecer en una tabula gratulatoria (tabla, lista de agradecimientos) nos confirma demasiado tarde que el anonimato no nos quedaba tan mal después de todo.

Si un amigo escribe el prólogo, irá al cielo por cometer tantas mentiras piadosas. Aunque no lo parezca, el prólogo es muy astuto y, para que lo leamos, se hace apodar prefacio, preámbulo, introducción y –si se pone neoclásicopalabras liminares , las cuales no sabemos qué sean, aunque parecen ser un prólogo.

Don Rubén Darío hoy se corregiría: no “de las Academias”, sino “¡de los prólogos líbranos, Señor!”.