Dictadores: cuidado con el final

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Hay pocas dudas de que a Muammar Gadafi lo asesinaron sin ninguna contemplación.

Las imágenes que pronto se conocieron del final del dictador y las versiones contradictorias que, sobre ese epílogo, dieron las nuevas autoridades de Libia, contribuyeron a confirmar la sospecha.

Un linchamiento nunca puede aplaudirse, dado que no constituye una manera de ejercer justicia. Lo ideal, lo mejor, es que sátrapas como Gadafi pudieran ser llevados ante un tribunal y, allí, exigirles cuentas por sus actuaciones.

Sin embargo, no siempre es fácil hacer concordar lo ideal con lo real, pese a algunos avances en cuanto a tratados, convenciones, cortes internacionales y otros instrumentos tendientes a establecer un sistema de justicia mundial.

Todavía más difícil resulta pedirles ecuanimidad a fuerzas insurgentes o a masas desbordadas, sedientas de venganza contra un dirigente de esos que deciden –porque sí– eternizarse en el poder.

Si la práctica de hacer justicia por mano propia es injustificable desde el punto de vista legal y ético, tampoco lo es el capricho de un dictador de gobernar a su gusto y antojo, sin ninguna rendición de cuentas ni respeto por los opositores.

Y, no lo olvidemos, así ejerció el poder Gadafi, nada menos que durante 42 años. No en vano pasa a la historia como uno de los regímenes más brutales, promotor y ejecutor de actividades terroristas.

Como otros tiranos de su laya, Gadafi se consideraba indispensable e insustituible (se hacía llamar “guía”).

Pero también olvidó que muchos como él terminaron sus días a manos de conspiradores o de muchedumbres enfurecidas, que abrieron las válvulas tras largos períodos de represión.

Así acabaron Mussolini, Trujillo, Ceausescu y otros, quienes prefirieron perder la vida antes que retirarse a tiempo.

No hay duda de que el poder constituye para muchos personajes una adicción que los lleva a a ese final o a jubilar huesos en la cárcel, como Noriega.

Así las cosas, quienes optan por este camino deberían tener presente que quizás les aplicarán el mismo hierro que le propinaron a su prójimo.

Mas reitero: sería preferible verlos compareciendo ante la Corte Penal Internacional.