De las calles a los versos

Sobre estas líneas, una foto de Óscar Castro Pacheco, el mismo que aparece en la página de la derecha, solo que unos años atrás. Lo llamaban el “indigente poeta” porque le podía faltar la comida o el cartón para dormir, pero nunca la libreta donde escribía sus versos.

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“¡Óscar Castro Pacheco!”, llamaron desde la tribuna. La plaza de la Democracia estaba repleta. Se celebraba la inauguración del Sétimo Festival Internacional de Poesía y los bohemios estaban allí, dispuestos a escuchar.

Cuando lo llamaron, nadie se percató de su presencia, como solía suceder' hasta esa noche. Él hizo lo único que le dictaba el instinto. Avanzó entre el gentío, que se corrió a su paso sin imaginar que él era el Óscar a quien llamaban con vehemencia desde el escenario.

Llevaba una gorra para tapar el poco pelo que le quedaba en la coronilla, unos pantalones roídos, la camiseta casi encarnada desde hacía varias semanas y su bolsa de plástico; la misma que jalaba a la espalda con los chunches sacados de la basura para reciclar.

Inevitable que la gente le abriera paso. Aquel hedor a calle, a sucio, a sudor rancio, los impulsaba a dar campo al invisible.

Subió las gradas. Todavía nadie sabía quién era él.

En el escenario, su amiga e instigadora –con el tiempo, la llamaría uno de sus “ángeles cinco estrellas”–, le preguntó:

–Diay, ¿y la ropa que te dije que te compraras?”

Ese mismo día, por la mañana, ella le había dado un dinero para que consiguiera ropa nueva, se rasurara la barba y alquilara algún sitio donde bañarse.

La joven lo había descubierto meses atrás, en las afueras de un bar capitalino donde se reúnen los intelectuales y bohemios a conversar sobre las nuevas corrientes literarias.

Como todas las noches durante siete años, él esperaba en las afueras de los bares, con su bolsa de plástico, su gorra y la ropa sucia. Apenas salían los clientes, les abría las puertas de los carros o les ayudaba con algún paquete pesado y, así, las personas se fueron enterando de que aquel indigente no era uno cualquiera. A cambio de una moneda, les declamaba un poema de su propia autoría.

Esos encuentros se volvieron cada vez más frecuentes hasta encontrar un clímax aquella noche de la inauguración del Festival Internacional de Poesía, en el 2007.

–¡Óscar Castro Pacheco!, llamó el maestro de ceremonias desde la tribuna.

El indigente se hizo campo entre la multitud, subió las gradas del escenario y, ante el reclamo cariñoso de su “ángel cinco estrellas”, solo atinó a encogerse de hombros, poner la bolsa a sus pies, sacar el cuadernillo que siempre lo acompañaba, y leer:

“Indigente”, pronunció, sin despegar los ojos del papel. Ahora, los invisibles eran los otros.

“A muchos que en silencio gritan”, continuó mientras su voz iba tomando volumen con ayuda del micrófono.

“Cadena disfuncional tu vida/ empapada, curtida de tristeza/ cadena irracional mezquina en cartones, calle, estrellas/Cero a la izquierda social, estadística de prensa/ Hombre esclavo de la calle, hombre antorcha, hombre acera/Mal necesario existente, noctámbulo de la vida/ ángel inmolado penitente, hombre hambre, hombre espina/Eslabón de la cadena del paraíso perdido/ viajero de última clase por la indiferencia, mi amigo/Resurrección del dolor, carcelero de la pena/Mis lágrimas son para ti aún cuando tu vida es ajena”.

Se hizo el silencio por breves segundos que parecieron una eternidad. Era como si los espectadores estuvieran paralizados por el impacto.

Inmediatamente después, Óscar leyó El niño de la calle.

“Perdóneme, padre santo, si le escribo este poema/espero no molestarlo pero me muero de pena/ no salgo yo del asombro aunque suene redundante que por encima del hombro se mire al niño de la calle/ ¿En dónde es que está la paz de la que tanto se habla? ¿O es que la libertad se convirtió en una farsa? / ¿Para qué la vanagloria de no contar con soldados si hay niños haciendo historia y creciendo abandonados/ acumulando tristezas como basura en la calle/ le piden a usted que amanezca porque se mueren de hambre?”.

Óscar terminó tan rápido como empezó a declamar cada uno de sus poemas. Juntó su bolsa de plástico, la volvió a poner sobre sus espaldas y caminó velozmente en medio de los gritos y los aplausos del gentío.

Tomó por la calle anexa a la Asamblea Legislativa y se dirigió hacia el Parque Nacional. No quería volver a ver hacia atrás' pero lo hizo.

Vio a toda la gente de pie, aplaudiéndole entre las luces de neón de los faroles, y, por primera vez en años de rodar por las calles, pensó, en un destello de lucidez: “Este no es mi lugar”.

“La misma calle me estaba diciendo que tenía que dejarla. Y así lo hice”, recordaría después.

Una puerta se cierra

Aquel 1994 fue difícil para Óscar Federico Castro Pacheco, quien entonces tenía 31 años.

Varios de sus amigos y colegas de la Asociación Ecologista Costarricense (AECO) habían fallecido en un incendio aparentemente provocado por mano criminal. Óscar se salvó de ser una de las víctimas porque estaba de gira. Pero cuando llegó y vio la casa destruida, sintió que una puerta de su vida se le cerraba en las narices. Ese fue el principio de una secuencia de hechos que lo llevaría hasta las calles del barrio La California, en San José.

“Fue como entrar en un túnel del tiempo. Un hoyo negro que te traga y del cual no podés salir una vez que estás adentro”, intenta explicar hoy.

De repente, aquel luchador de izquierdas, estudiante un año en La Habana y cuatro años en Moscú; asesor del difunto diputado Juan Guillermo Brenes Castillo, alias Cachimbal, y promotor de luchas comunales en su natal Paraíso, se encontró de bruces en la calle, sin un cinco en la bolsa, con los amigos muertos y sin oportunidad de regresar al hogar.

“Es como cuando usted se baja del bus y el bus jala. Usted solo se pregunta: ‘¿para dónde cojo?’ Cuando llegué a la calle, no era indigente. Era una persona que se quedó en la calle. Eso (la indigencia) llegó con el tiempo”, aclaró.

El Diccionario de la Real Academia (DRAE) define ‘indigencia’ como la “falta de medios para alimentarse, vestirse, etc.”.

Probablemente, en ese largo etcétera estará incluido lo que Óscar describe como la muerte en persona: “la calle es eso, muerte. Cada día lo que se hace es sobrevivir. Huir de la muerte”.

Y él escapó de todas las maneras posibles. Probó el crack y el cripy (marihuana), y trabajó reciclando materiales que cargaba en su bolsa. Pedía en las filas de los buses, y recitaba poemas, pero “nunca, nunca” –aclara– “dije poesías para consumir”.

La inspiración la encontraba en ese inmenso escenario capitalino, merodeando por la California y por los mercados Central y Borbón.

En las paradas de buses desarrolló esa sensibilidad para conocer a las personas. “La gente habla con la vista. Hay personas tan grises que no brillan . Aprendí a sentir más, a escuchar los gritos de la calle y también los gritos de la gente que no está en la calle”.

Patadas, escupas, golpes

Era domingo en la mañana. Como pocas veces, Óscar vestía saco y corbata –sacados de la basura, por supuesto–, pero andaba sucio, con una barba de muchos años colgando del mentón. Su bolsa de basura lo acompañaba. En esas pintas, subió las gradas de la Catedral Metropolitana porque sintió ganas de entrar. “Andaba buscando la puerta para salir de esto”, recuerda.

Para su mala fortuna –o su suerte, solo el tiempo lo diría–, los guardas no le permitieron el paso. “Me sacaron a patadas. Yo solo quería escuchar misa, aunque fuera desde la puerta”.

Ese fue uno de los muchos ataques recibidos y de los cuales guarda marcas en el cuerpo: en un ataque callejero le quebraron tres costillas. Los operativos policiales le dejaron moretones y nunca le faltó quien lo escupiera o empujara con asco.

“Llegué a rondar por la Asamblea y mis antiguos compañeros me daban algo. Yo no tenía verguenza. La calle es una de las universidades más caras. Cada día te hace un examen, y lo pasás si sobrevivís”.

El Enano y la Flaca eran sus mejores amigos. Nunca supo cómo se llamaban. Solo sabía que el Enano estuvo cuatro veces en la prisión de San Lucas. Era un hombre de 70 y pico, pero un gran caballero aunque su pedigrí dijera lo contrario. La Flaca, que tenía como 30 años cuando la conoció, murió de cáncer, debajo del puente ubicado por la estación de los buses Caribeños. “Me enteré ocho días después. Tomábamos juntos y conversábamos de todo, de cómo salir a la superficie porque, ¿sabe?, todos ahí sueñan con salir, pero el torbellino es tan profundo que muy pocos lo logran”.

El principio del fin

Aquella noche del 2007, Óscar se fue cavilando al mismo tiempo en que los aplausos y la gritería resonaban en la plaza de la Democracia.

Mientras se alejaba de su público improvisado, empezó a recordar aquel año, en La Habana, cuando todavía cargaba una buena dosis de juventud entre pecho y espalda. Revivió el frío de la Plaza Roja de Moscú, y empezó a desempolvar algunas de las palabras que la memoria le devolvía en ruso.

No sabía con exactitud qué día era ni tampoco, cuántos años habían transcurrido desde la primera vez que durmió sobre cartones en una acera del barrio La California.

Óscar fue descubierto por un grupo de “ángeles cinco estrellas”, como él llama a quienes hoy son sus amigos. Él cuenta que después de esa noche del 2007, cuando esos ángeles se encargaron de plantarlo bajo el ojo público, la puerta que se había cerrado años atrás comenzó a abrirse.

Todo esto lo recuerda sentado sobre su silla de cabinero, en Rainforest Radio, donde trabaja desde hace más de un año.

Ya no lleva barba, ni tiene las uñas mugrientas. Hace rato que dejó tirada la bolsa de basura, y ya tiene casa y hasta una compañera de vida en Paraíso de Cartago, adonde regresó.

Solo le duele haber perdido el cuadernillo con sus poemas, aunque todos los guardó celosamente en su memoria. Sueña con publicar 40 de esas poesías en un libro, Indigente, para el cual todavía requiere apoyo para financiar la edición.

La calle le dejó marcas físicas: luce un poco más viejo de lo que es –tiene 44 años–, su dentadura pagó años de abandono, le duelen las tres costillas rotas y padece del estómago por todas las porquerías que comió y también por lo que dejó de comer.

Pero sueña. Quiere su libro y un mariposario en algún campo entre las montañas de su cantón. Y no, por supuesto que no volverá a la calle. Aquella puerta se cerró para siempre.