De la belleza y los árboles

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La belleza es apreciación y depende del vínculo entre cosa y persona o entre espíritu y espíritu. Belleza de algo, belleza del alma. Un objeto, aisladamente, sin alguien que lo valore, sienta o estime, carece de cualidad. Lo que no conocemos no es ni bello ni feo, ni bueno ni malo. Simplemente, para nosotros no existe. Y, si la humanidad desapareciera en su totalidad, la belleza desaparecería también porque no se podría apreciar, sentir o valorar.

En la naturaleza pura todo es bello, hermoso y bueno. Pero si no hay nadie que la contemple, estas cualidades, al permanecer ocultas, dejan de serlo. Cuando alguien lloró por primera vez frente al espectáculo del sol que aparece detrás de los altos montes o ante la paz de un lago sereno, nació el concepto de lo bello. Ese alguien descubrió el alma de la naturaleza por la naciente emoción.

Llorar es propio de la humanidad; los animales no lloran ni las plantas. Aunque un campesino amigo mío me dijo hace muchos años cuando atravesábamos un bosque profundo –casi al anochecer– que los árboles lloraban cuando los maltrataban. Si eso es cierto, los árboles tienen alma y pueden apreciar la belleza. Entonces aprendí a protegerlos y amarlos, no tanto por su virtud como por lo que podría estar sucediendo: si los árboles sienten la belleza, esa cualidad está presente en el corazón de los bosques.

Por esta razón, acercándonos silenciosamente, es posible descubrir sonrisas permanentes entre el follaje y, de vez en cuando, una lágrima desprendida por un bello atardecer.