De El retorno a El regreso

Viaje interior Ochenta años separan dos cintas que nos ofrecen miradas diferentes de Costa Rica

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El regreso (2011), de Hernán Jiménez, es la más reciente película costarricense; El retorno (1930), de Albert Francis Bertoni, es el primer filme de nuestra cinematografía. Ambas cintas están separadas por más de 80 años y una transformación social trepidante, pero tienen varios puntos de encuentro, aparte del evidente parecido en su título.

‘Regreso’ (del latín ‘regressus’, vuelta atrás) y ‘retorno’ (de ‘retornus’ , dado vuelta) nos remiten a un viaje, y también a una mirada al pasado, a una introspección: el viaje interior para descubrir quiénes somos. Ambos filmes parten de esta necesidad de construir y reconstruir una identidad nacional e individual a partir del viaje a la ciudad.

El viaje está dado en ambos filmes: Rodrigo, el protagonista de El retorno , y Antonio, el de El regreso , viajan a San José. Para el primero, la ciudad representa la modernidad, el progreso y un cierto temor ante lo nuevo. Para Antonio, “Chepe” es el pasado del que quiere huir, la decadencia y sus fantasmas personales. Para él, la ciudad también representa temor.

Si la película pionera atisba el futuro, pero decide “retornar” a la tradición, la segunda mira al pasado, lo rechaza, pero al final parece que lo acepta.

De los cisnes a la mujer que come papaya. El retorno cuenta la historia de Rodrigo Aguilar, sobrino (sin padre) de un rico cafetalero. Vive en un espacio bucólico de lagos con cisnes, casonas con amplios corredores y ordenados cafetales de “labriegos sencillos”; además, acompañado de la familia, su prima, la novia buena que teje esperando el ansiado matrimonio.

No obstante, Rodrigo insiste en viajar a San José para estudiar leyes. Toma el tren –símbolo de modernidad–, y al llegar lo espera su amigo Abelardo “Cupido” Aguilar, un gordo periodista, divertido y mujeriego. Este lo lleva al Teatro Nacional, donde conoce a una actriz extranjera –portadora de los valores ajenos– de la cual se enamora locamente.

Rodrigo deja los estudios y se dedica a la vida bohemia, e incluso es acusado del robo de las joyas de la artista. Su tío y futuro suegro se entera de lo ocurrido y lo deshereda, pero todo resulta un equívoco, y Rodrigo Aguilar retorna a la finca, la familia y la novia.

El filme es una consolidación de los valores nacionalistas de finales del siglo XIX y buena parte del siglo XX: el campo como lugar de la tradición, espacio protegido y sano, frente a los peligros de la ciudad, repleta de influencias extranjeras. La familia es el valor primordial de la sociedad, y la mujer buena –frente a la tentación extranjera– se debe al matrimonio y a los hijos.

Sin embargo, a diferencia de El regreso –80 años no pasan en vano–, el inmovilismo es la propuesta en El retorno. Es el intento de mantener estos valores: este centro único y cerrado que constituye la Costa Rica imaginaria de campesinos meseteños, con su carreta y sus bueyes.

Contrastes. El regreso también implica el viaje a esa misma San José. Antonio tiene casi una década de vivir en Nueva York, icono por excelencia de la modernidad, aun cuando no se nos dice nada de ese espacio mítico.

La metrópolis es solo el lugar de la fuga porque Antonio simplemente ha huido de ese San José, metáfora de la casa paterna, de ese ser –el padre, ausente/presente que lo ha invisibilizado–, así como de todos sus miedos, que aparecen como fantasmas en la noche.

Antonio tiene también un amigo particular, César, el “metalero”, quien lo enfrenta a esa realidad. Como “Cupido” Aguilar, es el personaje cómico del filme, pero también la conciencia crítica. Al final de El retorno , Cupido reflexiona sobre el deterioro moral de la ciudad: “No comprendés que, cuánto más canalla y sinverguenza es uno, más dinero gana”, le dice a Rodrigo al tomar el tren.

César acepta el caos en el que la capital se ha convertido. En El retorno vemos una impecable ciudad con su flamante Teatro Nacional, un lujoso hotel y el quiosco del parque Morazán; en cambio, César acepta ese “chante” (su casa) como un espacio lleno de huecos, de rejas y candados, de filas de a sentado, de asaltos y buses echando humo, de burocracia y gente que atraviesa a media calle; pero ahí esta él, su amigo. Lo que el filme también nos dice es que nuestro lugar está donde se encuentra la gente que nos quiere.

El espacio de la naturaleza idealizada aparece 80 años después, ahora en la imagen de la infancia, también asociada con el campo. No solo en el malogrado paseo que realizan Antonio y Sofía, sino en los pequeños pedazos de verde que esta ciudad contaminada todavía nos ofrece: el jardín con helechos de la infancia, el patio de la casa donde ha escondido su tesoro más preciado. En estos lugares, Antonio parece feliz.

Sin embargo, el “pasado no perdona”, como canta Rubén Blades, y Antonio está “atado”, aún cuando se encuentre a casi 4.000 kilómetros de distancia. No en vano, el pasado es la vecinita de infancia, la mujer que Antonio encuentra y de la cual se enamora; no en vano la casa, el carro y la ciudad son los mismos, solo que “hechos mierda”.

Incomunicación y ecolalia. No aludiremos a los múltiples factores que hicieron que San José dejase de ser la “tacita de plata” de antaño para convertirse en el caos de hoy. Son 80 años que han cambiado al mundo y no éramos la “isla” que añoraban nuestros abuelos.

No obstante, más allá de la fotografía del San José actual que presenta El regreso , el tema de fondo es la incomunicación. Esta se ofrece visualmente en los dos niveles de la casa de Antonio. La incomunicación del primer piso se expresa en la saturación ambiental: la hermana que grita y llora, la radio plena de oraciones, la estridencia del aspirador. A la saturación de ruido se suma la física: santos y cruces en todas las paredes, tapetitos en los sillones, acumulación de muebles y adornos.

Por el contrario, el espacio del padre es ascéptico: ni un solo ruido y todo en perfecto orden. La incomunicación se da por partida doble: por el exceso y por la ausencia.

Antonio no habla mientras los otros personajes –salvo el padre– padecen de ecolalia: Amanda, la hermana, pero también César, quien grita en su concierto, y Sofía, que no para de hablar en el supermercado. Solamente cuando Antonio se enfrenta con su padre y le “escupe” su dolor, su invisibilidad de 30 años, el ambiente y su protagonista se equilibran.

A diferencia de El retorno, donde el final es cerrado –vuelta al hogar, la familia y el matrimonio–, en El regreso la respuesta no se nos otorga. Antonio debe decidir entre Nueva York, un lugar “donde no hay nada”, y “el chante” donde no solo está el temido pasado, sino el presente de los afectos. Antonio ha desenterrado sus recuerdos de infancia; ha crecido, como la vecinita olvidada.

Antonio regresa en el mismo taxi, pero él ya no es el mismo. El viaje lo ha transformado.

El regreso ha logrado combinar el humor de los pequeños detalles, la alegría de lo cotidiano y la seguridad de los grandes vínculos afectivos, con algunos de los eternos conflictos de la condición humana.

La autora es historiadora del cine centroamericano. Ha sido directora del Centro Costarricense de Producción Cinematográfica y es directora del fondo de fomento audiovisual Cinergia.