Cuando el egoísmose vuelve un valor

El problema es si queremosdejar de ser egoístas

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Todo sistema político que decide aceptar el egoísmo como un valor, termina desarrollando actitudes humanas que llevan a su propia ruina. La razón es simple, el egoísmo siempre trae consigo otros comportamientos que minan la relación humana, hasta convertirla en un infierno. Jean Paul Sartre había manifestado que el infierno son los otros; en cierta medida tenía razón, porque provenía de una sociedad que había hecho del egoísmo su leitmotiv y un derecho reconocido por la ley. Es cierto que los otros pueden ser la razón del propio sufrimiento, si es que hacemos de nuestro bienestar o de nuestras ideas sobre lo bueno el culmen de la realización personal y social.

La envidia. Del egoísmo como valor se deriva de forma inmediata la envidia como consecuencia relacional. El otro, sobre todo si es exitoso, es un enemigo que puede arrebatar lo que su competidor cree merecer (una decisión comercial o un concurso no niegan la creatividad individual, ni siquiera pueden juzgarla en su integralidad; solo expresan su favor o su rechazo a una manifestación que está en relación con otras propuestas, por lo que se entrevé un faltante de objetividad). Sin embargo, cuando la lucha es desigual –es decir, condicionada por las preferencias o favoritismos dentro del movimiento político o por la pasión afectiva– el dolor producido por la pérdida se vuelve mayor por experimentarse como injusto. De aquí que la justicia –que se mide en términos del beneficio individual/grupal y bajo las reglas de un egoísmo institucionalizado y legalizado– deja de ser un valor objetivo: termina siendo una quimera ideológica y se transforma en un arma para destruir al competidor.

El sistema social imperante –radicalmente individualista y promotor del egoísmo– define como justo aquello que conviene y que gratifica. En consecuencia, lo que produce la satisfacción–disfrute ajenos es visto como carencia personal y, al fin y al cabo, se percibe como un mal, como una derrota o como un problema emocional profundo. La envidia no es otra cosa que poner como medida fundamental de lo que es justo el propio beneficio, olvidando que somos personas dependientes de la solidaridad social y del trabajo compartido. El egoísmo nos hace creer que la vida individual es un absoluto que hay que proteger a ultranza, porque –según las ideologías que defienden su institucionalización y reglamentación legal– en él se encuentra el dinamismo de la vida y la realización definitiva de lo humano.

La corrupción. Nace la envidia, y la corrupción se transforma en herramienta práctica y efectiva para conseguir los objetivos del egoísmo. Casi se vuelve innecesario algún comentario; todos hemos sido víctimas de lo que significa desear buscar el propio provecho al margen de la legalidad y no raras veces hemos caído en la trampa de beneficiarnos de la mentira autoasumida, de la falta de solidaridad y de la tergiversación de lo justo identificado como lo legal. Es siempre una tentación ofrecer a los “funcionarios” (de función; es decir, los que pueden poner en práctica lo que se requiere) un aliciente no permitido, para que lo permitido –o lo que no es– pueda ser resuelto en la legalidad. La burocracia, que pretende estar fundada para controlar legalmente el abuso del querer individual, siempre termina asemejándose a lo que quiere controlar, porque cuando el egoísmo se vuelve un valor, termina por contaminar toda célula de la actividad humana colectiva, degenerándola en una masa amorfa e irreflexiva que se rinde ante sus pies.

La ira. También el egoísmo genera otras actitudes, como la ira que deviene necesariamente violencia. El deseo de obtener lo que se quiere egoístamente, crea todo tipo de actitudes a nivel comunitario o individual, que pueden “materializar” los deseos del individuo/grupo, utilizando medios de presión con el fin de imponer sus ideas, proyectos políticos o de beneficio económico como una meta deseada por todos. Desde la oportunidad para encontrar el error en un protocolo hasta la inculpación del otro por cualquier error legalmente procesable (o a lo mejor a partir de cualquier mentira legal no demostrable, pero conveniente para desarticular la opinión pública), se libra una guerra sin cañones, pero no menos destructiva y nefasta. No es extraño que en la sociedad actual se tenga un miedo compulsivo a los abogados, quienes pueden interpretar la ley (que convenientemente es amplia, procedimental y sujeta a los procesos de la jurisprudencia –a veces demasiado subjetivos e interesados para ser “prudentes”–, muchas veces en defensa irrestricta del egoísmo) de forma servil y mentirosa para ganar casos de extrema injusticia (con esto no quiero decir que todos los abogados o jueces sean serviles a un sistema egoísta, sino solo subrayar la realidad y las consecuencias del ejercicio de una profesión tan importante para nuestra sociedad, ejercida desde los criterios del individualismo y de la tutela perenne de los intereses particulares sobre los comunitarios o globales).

La violencia se puede expresar en reclamos legales, en desahogos injustificados con personas ajenas a los conflictos –en especial contra los miembros familiares– o en conductas autodestructivas (no faltan quienes recurren a las drogas para lidiar con el estrés de un mundo egoísta o a otras prácticas extremas). El perdón, la misericordia, la reconciliación no tienen sentido en un mundo que ha hecho de la violencia su modus vivendi.

He aquí la premisa errónea de una sociedad fundada en el egoísmo: pretender que los seres humanos sabrán encontrar la armonía a partir de las luchas por obtener las más grandes ganancias en el mercado o el éxito individual más reconocido. ¡Cuán lejos estamos de comprender que el deseo de tener más bienes o más aplausos no crea en los demás la resignación voluntaria ante el triunfo del mejor! Lo único que se produce cuando el egoísmo es un valor, es el deseo de destruir al que estorba en el camino individual hacia la riqueza y el reconocimiento del éxito social.

El resentimiento aumenta cuando el bienestar se convierte en disfrute egoísta del propio patrimonio. Como la publicidad resalta unas determinadas formas de vida como “feliz” y “privilegiada” (los vip están ahora de moda), no lograr alcanzarlas suscita frustraciones y sentimientos encontrados que degeneran en odio social (sobre todo si las promesas laborales de las Administraciones Públicas se vuelven polvo que levanta el viento). Ese odio se muestra no solo en la violencia de las manifestaciones públicas, sino también en el rechazo cultural de los inmigrantes que, a causa de su pobreza y de la violencia armada de sus países, han venido a vivir en medio de nosotros buscando un futuro distinto. Lamentablemente es más fácil condenar al extranjero por las desgracias nacionales, que reconocer que el egoísmo es la razón fundamental de las más grandes contradicciones sociales aquí y en otros lares.

El veneno mortal. En fin, el egoísmo se vuelve el veneno mortal del entramado social cuando el diálogo político parte de él como su premisa de base. El resultado de semejante opción salta a la vista: la carrera por conseguir el poder político pasa por el contentamiento de los intereses de los que han apoyado y sostenido la campaña de los candidatos, para conservar el apoyo económico y la influencia social. En otras palabras, se gobierna en función del egoísmo particular –entiéndase aquí intereses económicos, sociales, culturales– que condiciona el ejercicio de lo público al exigir su cuota monetaria, legal, o simbólica para dar su apoyo en los procesos macroestructurales que se quieren implementar. Y si a eso agregamos que los que quieren acceder al poder tienen también su agenda definida por su propio egoísmo como valor, no es equivocado deducir que sus actitudes y opciones terminarán por crear más división en la sociedad.

El egoísmo no es el objeto de la economía. El que mantiene eso es falaz. Hay otras maneras de vivir y de organizar la convivencia. En el mundo de la intercomunicación esas otras opciones resultan tan evidentes que pasan inadvertidas o son fácilmente olvidadas por quienes viven solo para sí. El problema fundamental estriba en si queremos o no hacer la guerra al egoísmo, o si, por el contrario, nos sentimos suficientemente felices con su indiscutida omnipresencia. Es decir, el problema es si queremos dejar de ser egoístas.