Caraigres, el dragón herido

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Aún sobrevive hoy día el cerro Caraigres, único y soberbio con su crin de robles, gracias a no sé cuál dios de los que solo existen para salvar pedazos de tierra frente a depredadores de dos patas. El Nombre de Dragón, como también se lo conoce, atestigua este embrujo. Basta verlo una vez para que te piquen las ganas de recorrer la vieja arboleda, entre el sotobosque donde abundan las begonias endémicas, y llegar a la cima, aunque duelan los músculos.

La caminata empieza en La Legua de Aserrí: cuatro kilómetros de camino empinado y otros cuatro en la montaña, hasta los 2506 m de altura y ocho horas a corazón batiente hasta la cumbre. Para alcanzar la Legua se sigue la carretera a la región de los Santos, luego de pasar Tarbaca y desviarse a la izquierda. Para llegarse hasta la Legua hay que ser valiente y no tenerles miedo a los abismos ni al vértigo.

Antes de llegar están el puente sobre el río Tarrazú y el pueblo Monterrey, colgado de la cordillera, como todos los pueblos y caseríos de la region. Después, descendiendo la última cuesta interminable, se divisa el Caraigres. Su cara, hacia ese lado, entristece: el deterioro grita: grandes zarpazos de monstruo en el costado, derrumbes, nostalgia gris del antiguo bosque en las laderas que caen hasta el río Caraigres, casi tan seco en esta época como las lomas. Alguna vez esa ladera fue dichosa con sus robles. Y muchas otras.

Sentir las montañas. Hay dos maneras de gozar las montañas. Una, a lo lejos. Así, el Dragón es imponente desde cualquier perspectiva un poco distante. Recuerdo una caminata de Copalchí a Casamata, ruta que se extiende, creo, unos ocho kilómetros por colinas moderadas. Mientras se sigue el paso sobre la lomas de la montaña, a la izquierda se columbra el Guarco y buena parte de Cartago en su expansión obsesiva hacia el macizo del Irazú. Vista hermosa, por supuesto, pero el paisaje a la derecha cautiva sin remedio, pues te acompaña metro a metro el Caraigres. También se lo ve desde la carretera interamericana, si se quiere una visón más profunda.

La otra manera de ver o sentir la montaña es subir por entre las raíces que forman escalones llenos de humus, dejarse avasallar por el bosque y llegar a la cima. Para ello se necesita un poco de energía y mucha pasión. El premio es grande: los robles, las bromelias, las barbas de viejo, el canto de los jilgueros, aire puro; y al descender, el ingreso de la niebla que te induce un sentimiento de misterio.

Ya en el último aliento tras ocho horas de marcha, el paisaje en movimiento que pasa por la ventana del autobús se apodera del ánimo: el crepúsculo acompaña el regreso, cuando llevás el cuerpo lleno de montaña, dispuesto al goce de la perezosa claridad que aún persiste en el cielo del Pacífico. Los nubarrones dramáticos, como fantasmas en el cielo, son una especie de contraparte de los macizos sombríos que pujan hacia el cielo desde las gargantas perpendiculares, o que así parecen desde lejos.

Me invade también una reflexión sombría como el angelus: el bosque del Caraigres, esa especie de cabellera que corona la roca gigantesca orientada hacia los Santos, está aislado. Hay cortes abruptos: limites precisos: pastizales, caminos, cercas, abismos y ya. Esta y otras arboledas son islas verdes en medio de los cerros depredados, sin continuidad, sin corredores. Triste sentimiento. El porvenir, a no sé cuantos años plazo, es la conversión de estas montañas en desierto rocoso, o la reacción de un país que se tome en serio su retórica ambientalista.

Mientras tanto, el Caraigres sigue ahí, irradiando la fascinación de los dragones heridos.