Breve historia de un cantor

Músico íntegro Con Dietrich Fischer-Dieskau, se apaga una de las voces esenciales de la historia reciente

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Londres, 23 de febrero de 1977. Quien esto escribe se encuentra de fugaz paso por la capital británica. Ha visto la noche tras anterior a uno de sus ídolos, el tenor sueco Nicolai Gedda, interpretando el rol de Gustavo, rey de Suecia, en la producción del Royal Opera Covent Garden de Un ballo in Maschera (Un baile de máscaras), de Giuseppe Verdi.

Realmente ha sido una decepción acreditar que el famoso intérprete tiene problemas claros de proyección vocal; “puede ser el idioma”, me digo a mí mismo, pues siempre lo he admirado en el repertorio francés: una estupenda Manon ; un inigualable Fausto con Victoria de los Ángeles; un soberbio Postillon de Lonjumeau , la rara ópera de Adolphe Adam.

En el propio vestíbulo del Covent Garden me entero de que dos noches después se presentará un recital de lieder (canciones breves) de Hugo Wolf, ese genio incomprendido. Participa el más grande de mis ídolos, el barítono berlinés Dietrich Fischer-Dieskau, acompañado al piano por Wolfgang Sawalisch. “No podré estar presente”, me digo a mí mismo, pues la excursión parte hacia París la propia mañana del evento. No importa: converso brevemente con Miguel Elvira, el guía de viajes Ecuador, y le explico el caso. Me dice: “puedes quedarte una noche a tu propio costo, y tomar el 24 un tren directo con el cual nos alcanzas en París”.

No lo dudo ni un instante; apenas alcanzo a mal escribir una tarjeta dirigida al maestro Carlos Enrique Vargas para relatarle el hecho. Me voy directamente a la boletería del Royal Albert Hall, escenario del acontecimiento, y adquiero una entrada de valor intermedio, lo que acredita la ocasión y mi exiguo presupuesto permite.

¡Escuchar a Fischer-Dieskau! No puedo dejar de temblar de la emoción ante el encuentro con el mítico personaje. Durante años he acumulado todas las grabaciones posibles, pese a que mi velocidad de adquisición va a la zaga de su capacidad de grabación: no existe en el mundo un artista lírico con tal número de interpretaciones.

Todo lo ha cantado: todo Schubert, todo Brahms, todo Schumann, todo Wolf; Richard Strauss, Alban Berg y Arnold Schoenberg se le someterán por entero, y los franceses, Ravel, Debussy y el propio Satie, harán otro tanto. Sus incursiones en la ópera han dejado bellos discos que, sin ser su fuerte, se encuentran irreprochablemente cantados.

El recital es extenso y agotador; agotador hasta para el público que abarrota el real sitio. El programa es pródigo en lieder de etapas oscuras de la vida de Hugo Wolf, en las que se vislumbra apenas el drama de su locura, esa extraña demencia que lo hace odiar a sus competidores pero al propio tiempo lo impele a suplantarlos en su identidad.

Concluye el programa. Los artistas ofrecen un solitario encore , el Gesang Weylas (Du bist Orphid) , de los Möricke lieder . Los aplausos son cálidos, mas no ensordecedores; indudablemente el compositor austríaco no cala fuerte en todos los auditorios, y un programa dedicado a su obra es un experimento riesgoso.

Busco salir a la calle, pero inconscientemente (o tal vez no tanto) no encuentro la salida. Me veo obligado a desandar lo andado y ya algunas luces han sido apagadas. Mitad a tientas, mitad a instinto, desciendo por unas escaleras: allí la oscuridad es total y el silencio sobrecogedor.

Apoyado en una larga pared, recorro un trecho que no debe ser menor a los cuarenta metros. Encuentro una puerta que abro por impulso y por vez primera diviso luces. Recorro un pasillo y allí, echado en sus ciento noventa centímetros sobre un diván..., lo diviso.

El cantante es amable y cercano. Advierte al instante que el alemán no es mi fuerte; le hablo en italiano, el idioma universal de la música. Me responde en un toscano perfecto, tal vez ligeramente cargado de acento en las consonantes. De mi boca no salen los fáciles y serviles elogios; siento que están de más, y que hay ciertas cosas que deben presumirse y nunca decirse. Me dice: “he cantado en muchas ocasiones con su compatriota, Martina Arroyo”. Obviamente, juzgo superfluo e irrelevante responder con la fácil explicación de que Puerto Rico y Costa Rica no son lo mismo.

Der Liedersänger. Quizás ningún artista lírico –ni Pierre Bernac, ni Gérard Souzay, ni Hans Hotter– ameritó antes el título absoluto de Der Liedersänger (El cantante de canciones). No es canto lo que sale de su boca': es poesía matizada de acentos líricos.

Posee esa rara intuición para encontrar los sonidos justos en todo un extenso repertorio: cada palabra debe diferenciarse con naturalidad, con pasión, sin dar margen a la sensiblería. “Dejad que el poeta hable y que la música impere”, parece decir con su sonrisa.

He escuchado cuatro o cinco versiones distintas del Erlkönig , el lied absoluto, la poesía y el drama transformados en canción: Homero no puede vivir sin Ulises, pero Ulises no alcanza la inmortalidad sin Homero . El poema de Goethe sería apenas conocido sin la inmortalidad del osado Schubert, que envió el producto de su creación al indomable Poeta, aquél de quien se dijo: “He ahí un Hombre”.

Todas las versiones de este Rey de los Elfos tienen en común ese galopar desenfrenado del piano en busca de la paz, del sosiego. Tenemos al Sänger , el narrador; al niño (Der Kind), tierno y admirativo; al Vater (el Padre), confiado y viril, y al Erlkönig , el travieso monarca de los Elfos, que quiere al niño en su corte. Nada puede ser más difícil que caracterizar a un tiempo a los tres personajes y al omnisciente narrador.

El verbo se hizo canción, y Dietrich Fischer-Dieskau logra siempre su cometido: encantar, seducir, atemorizar, nuevamente seducir, confiar, asustar y, al final, devastar al espectador con el breve In seinem Armen das Kind'war tot (En sus brazos, el niño'está muerto).

En el canto de Fischer-Dieskau no hacen falta despliegues: todo fluye con naturalidad, espontánea y fácilmente. Los viriles acentos de su baritonalidad se adaptan simplemente al texto poético y penetran en su esencia, reflejando profundidades insospechadas. El arroyo de su bella molinera fluye en torbellinos; sus nocturnos ruiseñores se escuchan en poético emerger. No calcula, no proyecta tonalidades; éstas son parte natural de su Arte, de su personalísimo sentido de la Poesía y de la Música, como un solo fenómeno.

La muerte vino a su encuentro. “No hay más allá”, dice Julia Varady, la esposa del artista. Tanto cantar a la muerte para que ésta acuda en persona a cumplir su cometido. Esta muerte es dulce y esperable, sin pausas ni recodos; en el desenvolverse de los acontecimientos cantamos todos: los duendes, los pájaros, las luciérnagas, los poetas y los ángeles.

El cantor se muere y no debe hacerse nada para evitarlo: en este caso está expresamente prohibida la clásica cursilería de afirmar que Der Liedersänger proseguirá su canto en las esferas celestiales. La noche, la galerna, y con ellas el final del cuento, han llegado.

Los cálidos brazos del arroyo envuelven al molinero –como tantas veces cantara en la interpretación de Die Schöne Mullerin – y con ellos viene la tibia oscuridad, en la que no hay canto, ni dulzura, ni venganza' El cantor ha cumplido su misión.