Brasilito y Potrero

Adaptabilidad y simplicidad para eldesarrollo

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Hace poco regresé, tras casi veinte años, a las playas guanacastecas ubicadas en las bahías de Brasilito y Potrero y cercanías. Observé cambios sociales, culturales y ambientales que sospechaba pero no había presenciado. Justamente pocos días después, La Nación publicó dos noticias relacionadas con lo que encontré. El 31 de julio reportó que, según un estudio en el que participó el biólogo nacional Juan José Alvarado y publicado en la Revista de Biología Tropical, el coral vivo de bahía Culebra –cercana a las de Brasilito y Potrero–pasó del 40% al 3% en cinco años (p. 18A).

La principal causa parece ser la falta de manejo costero relacionado, presumo, con el desarrollo urbanístico y de infraestructura turística. Luego, el 3 de agosto, dio a conocer que la Sala IV frenó la construcción de un residendial de lujo en Guanacaste por supuestas irregularidades con permisos de tala y pozos (p. 10A). Procede ahora una investigación y no hay que adelantar criterio sobre este caso en particular, pero es claro que la Sala IV no acogería sin pruebas el recurso presentado por dos ciudadanos. Todo esto me lleva a compartir algunas reflexiones.

En los años 80 y al menos hasta principios de los 90, Brasilito fue un pueblo costeño habitado principalmente por pescadores. En aquella época un tío mío entabló amistad con un pescador local y su familia, y durante mis años colegiales tuve la oportunidad de visitar Brasilito durante las vacaciones escolares y conocer con cierto detalle la vida en la zona. La mayoría de los lugareños se dedicaba de hecho a la pesca, aunque ya algunos trabajaban en servicios para un hotel en la playa hoy conocida como Flamingo. Para los muchachos la vida era más tranquila. Una de nuestras actividades favoritas era el buceo con snorkel por las puntas e islotes cercanos. Para mí, en calidad de josefino, era una actividad deportiva, pero para los muchachos era una forma de extraer mariscos y pescar con arbaleta principalmente para consumo familiar, aunque a veces para vender a la cocina del mencionado hotel. La vida marina era abundante. Había gran cantidad y diversidad de moluscos, crustáceos y peces.

Hoy en día las mismas puntas e islotes mantienen su belleza escénica para el buceo. Pero quien tiene punto de comparación temporal, sufre una gran desilusión. A simple vista han desaparecido prácticamente los moluscos, hay pocos crustáceos (vi un par de langostas escondidas y me sentí consolado), y la cantidad y variedad de peces ha disminuido. Proliferan, como en bahía Culebra, algas y erizos de mar. No soy biólogo ni estoy al tanto de la literatura científica pertinente, pero conjeturo que la situación en Brasilito y Potrero es similar a la de Culebra.

Por otra parte, la pesca parece haberse abandonado. Al atardecer, se ven pocas pangas de pescadores ancladas cerca de la playa. Admito desconocer si la veda por impacto ambiental de algunas de las prácticas de antaño desestimula la pesca, aunque es posible. Sé de al menos un pescador que se involucró con narcotráfico y acabó condenado y encarcelado. Es claro, también, que quienes no han emigrado de la zona ni están desempleados ahora se dedican a trabajar para restaurantes, hoteles, y tiendas relacionadas con el turismo, pero nunca como administradores. Muy pocos de los empresarios, por supuesto, son lugareños.

El sueño estadounidense. La desazón se profundiza al observar buena parte del desarrollo urbanístico para turistas en ambas bahías. Algunos proyectos parecen estar comprometidos con la sostenibilidad ambiental y la responsabilidad social. Pero son excepción. A todas luces la mayor parte del “desarrollo” está dedicado a complacer, para lucrar, los caprichos del “sueño estadounidense” (American dream) exportado a nuestras tierras.

Pululan las construcciones de alto impacto ambiental y mal gusto arquitectónico. Intentan complacer a quien quiere estar en la sala de su casa, frente a un ventanal herméticamente sellado, bebiendo cerveza y refrescándose con aire acondicionado mientras ve la playa afuera—ambiente enteramente artificial para apreciar el paisaje natural. A tal persona no se le ocurre que podría ser mejor salvar un par de árboles para sentarse a su sombra a leer un libro o contemplar, ni le interesa la realidad social que lo rodea. Y los “desarrolladores” (developers) lucran complaciéndole. Sospecho que no son solamente los foráneos, ni son todos ellos, los que aspiran a ser dueños: hay un perfil de costarricense que gusta de pasear por Guanacaste como si estuviera en Miami.

Principios filosóficos. Parece poco probable, a estas alturas, que los costarricenses viremos el rumbo y optemos por un desarrollo comunitario y solidario en Guanacaste, lo cual aún era posible en el Brasilito de los 80. Adoptando entonces una postura meliorista, como ciudadano y en espíritu de diálogo esbozo brevemente los siguientes principios filosóficos, que unidos a adecuados criterios científicos, arquitectónicos, sociológicos, y demás, podrían guiar el futuro desarrollo turístico en nuestras costas. (Nótese que apelo a pensadores estadounidenses, en un esfuerzo por adaptar lo mejor, no lo peor, de aquella cultura).

Exijamos que un principio de adaptabilidad rija dicho desarrollo. Los filósofos pragmatistas Charles Sanders Peirce y John Dewey arguyeron de diversas formas que los seres inteligentes, para sobrevivir y prosperar, deben saber adaptarse a sus ambientes. Esta es una normativa epistémica, pero con aspectos éticos. Quien no se adapta, transgrede, destruye, y no sobrevive ni prospera a largo plazo. Solicitemos y promovamos, entonces, adaptabilidad social, cultural y ambiental en el desarrollo turístico. Ya hay proyectos que observan este principio. Exijamos que todos ellos lo hagan.

Ideal de simplicidad. Procuremos también el ideal de simplicidad recomendado por el pensador trascendentalista Henry David Thoreau. No hace falta el lujo para disfrutar de las bellezas naturales de nuestra tierra. Como Thoreau, quien en Walden Pond y su villa de Concord gustaba de minimizar sus necesidades para maximizar su libertad para vivir, podemos aspirar a convivir con el mar y el bosque seco sin ostentaciones ni atropellos. Puede haber garbo, comodidad y serenidad en la simplicidad. Gran parte del pueblo costarricense y guanacasteco ha sabido, de antaño, ser feliz en tales condiciones. Sabe que no hace falta consumir lujo para vivir con gozo.

Estos dos principios –adaptabilidad y simplicidad– sin duda requieren escrutinio y discusión, pero podrían guiar un proceso de desarrollo turístico costero muy diferente del actual en sus consecuencias sociales, culturales y ambientales. Podemos adoptarlos sin abandonar nuestra tradicional hospitalidad y apertura a todo lo bueno que traen quienes nos visitan del exterior.

Daniel G. Campos. Profesor de Filosofía Universidad de la Ciudad de Nueva York