Aquellos primeros chapoteos

El día en que aprendí a nadar (II parte)

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

“Tarzán Castigado”

“Allá por los años 70, los niños teníamos varias pozas donde echarnos un chapuzón. La más famosa era la de Turul. Recuerdo que mi hermano Gonzalo y yo solíamos ir. En una ocasión, mi mamá, ya cansada de advertirnos, siguió a mi hermano y, manteniendo la distancia, lo dejó que se sumergiera. De repente, mi hermano la vio venir y corrió a esconderse en un monte cercano, pero había dejando la ropa del otro lado del río y mi mamá se la llevó. Como a la 6 p. m., atravesando cafetales, llegó a la casa como Tarzán: envuelto en hojas de banano. Tremenda bienvenida se llevó, lo castigaron bastante”.

Carlos Quirós C.

“¡Auxilio, turista!”

“Hacía un año que recibía clases de natación; ya sabía algo, pero nunca había nadado en otra piscina. Estaba en un hotel en San Carlos y me puse a nadar, pero no me percaté de que la piscina tenía un desnivel. Cuando paré para ver si tocaba fondo, no encontré nada. Me empecé a ahogar y, desesperada, le hacía señas a una amiga, pero no me entendía. Por suerte, en el agua había una turista muy cerca y la agarré a como pude. Primero, la señora se asustó toda, pero cuando comprendió lo que estaba pasando, me ayudó a ponerme a salvo. ‘Mucho profunda’, me decía, mientras mi amiga se moría de la risa”.

Patricia Fúnez, San José

“Deme esos 500 metros”

“Cuando estaba pequeño, mi mamá me metió en clases de natación porque era muy hiperactivo; las clases las daban en el balneario Las Américas y el entrenador se llamaba Edwin Coto. Recuerdo que en una de las clases, como don Edwin era muy estricto, no nos dejaba sujetarnos de la orilla para descansar. Un día, sentí que las piernas se me dormían y me fui para la orilla, a descansar un ratito. Cuando me percaté, el ‘profe’ me puso la sandalia encima y, majándome los dedos, me dijo: ‘Nada de descansos, vaya y deme los 500 metros que le pedí’. Confieso que me enojé, pero gracias a él, aprendí a nadar bien”.

José Araya, Turrialba