Apetito sin candado

Los adictos a la comida se enfrentan a su peor enemigo en porciones grandes. Comen a escondidas, a cualquier hora y sin importar la cantidad ni la procedencia del alimento. Lo que muchos no saben es que no están solos y que existe una salida para ellos en Costa Rica.

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En su casa vivían cuatro personas, pero ella preparaba comida para seis a sabiendas de que su voraz apetito la hacía repetir al menos dos veces en cada tiempo de comida. Probaba bocados “a pellizquitos” mientras preparaba el almuerzo y luego se sentaba a la mesa a esperar a sus hijas.

Sin embargo, a la hora de su arribo ya era muy tarde: “A veces, cocinaba una olla de macarrones y me la devoraba sin darme cuenta”. Mas aquel banquete no le bastaba. En la tarde, tomaba café con un bollo de pan o repostería, y en la noche cenaba dos raciones, antes de la última merienda de la jornada.

Conforme subía de peso, aumentaba también la depresión. María –nombre ficticio a pedido de la entrevistada– dejó de usar pantalones y los cambió por enaguas, para así ocultar sus caderas cada vez más anchas. Se enfrascó en la soledad y la tristeza, siempre con un plato de comida como mejor compañero: comer era lo único que la ayudaba a sentirse mejor.

La historia de María es un ejemplo dramático de un comedor compulsivo, pero representa lo que a diario viven muchas otras personas en Costa Rica y en otros rincón del planeta.

La adicción a la comida (llamada hiperfagia) es más que gula o un insistente antojo; es una enfermedad que, en términos médicos, está clasificada como un “trastorno de la alimentación no especificado”.

Para quienes la sufren, la comida se antepone a cualquier actividad cotidiana, a todo pensamiento e intención. Por la cabeza del adicto lo único que pasa es la idea de comer: se acuesta pensando qué desayunará al día siguiente, se obsesiona por comprar alimentos y, en la mayoría de los casos, pierde el control para dejar de comer; es decir, se despreocupa de cuándo está ingiriendo alimentos y en qué cantidad.

La adicción está presente tanto en casos de obesos como en individuos con peso normal pero que utilizan “métodos compensatorios”, por ejemplo, la práctica de la bulimia o el uso de diuréticos o laxantes.

En ambos tipos de pacientes, se repiten patrones como los atracones, que se extienden a lo largo de todo el día y se caracterizan por una ingesta rápida y desmedida. Lo más preocupante es que se produce una urgencia de comer que es insaciable.

En el país, la adicción es una realidad presente en números altos. La Encuesta Nacional de Salud de Costa Rica 2008-2009 reflejó que, entre la población con sobrepeso u obesidad, un 73% afirmó estar preocupada por haber perdido el control de la cantidad de comida que ingiere. Además, un 16% admitió que la comida domina su vida.

Así fue la vida de María por más de dos décadas. “Comía si estaba triste, alegre, preocupada... no importaba el estado de ánimo. Cuando comencé a engordar, comía aún más porque sentía que no tenía ninguna ilusión, que no era la misma mujer de antes”, relata la mujer, quien hace dos años sobrepasó la crisis más grave de su adicción.

Su incremento progresivo de peso comenzó hace 23 años, cuando le practicaron una histerectomía (extirpación del útero). La operación fue la forma en que ella justificaba el aumento de tallas que la llevó a la obesidad. Irónicamente, la resignación por su peso la hacía comer más, dejó de ir a actividades sociales e ignoraba cualquier llamada de atención que le hicieran sobre sus malos hábitos alimentarios.

“Prefería no exponerme a la gente porque, de todas formas, nadie se iba a fijar en mí por mi peso; me deprimía y me quedaba en la casa. Le decía a mis hijas que me iba a morir gorda y por eso me permitía seguir comiendo. A todo esto, comer me ayudaba a sentirme mejor, y aunque me daba remordimiento, seguía comiendo. Me costó aceptar que lo que tenía era una enfermedad”, recuerda María, quien llegó a pesar 100 kilos.

Hoy la señora, de 56 años de edad, mantiene las caderas anchas, pero asegura que “se está portando mejor” tras una fuerte recaída que tuvo meses atrás. Ahora, pesa 75 kilos; su peso deseado es 64. Ella está consciente de que, para alcanzar su meta, el camino es cuesta arriba.

Desde hace seis años, es integrante activa del grupo de ayuda Comedores Compulsivos Anónimos (CCA), lo que le impide revelar su identidad real en público. El grupo se rige por las mismas reglas y pasos que la agrupación Alcohólicos Anónimos.

Cada lunes, María asiste a la reunión del grupo en Santa Ana, donde ella y una veintena más de personas intercambian experiencias, se autoevalúan y se motivan unos a otros. Todos son compañeros de la misma lucha.

Con la adicción a la comida, el conflicto con la “droga” puede ser más difícil de evadir en comparación con las drogas ilícitas o con el alcohol. Lo anterior porque la comida es imprescindible para cualquier ser humano y está disponible por doquier, sin mayores restricciones para su adquisición y consumo.

Sube y baja

La reincidencia es pan de cada día en esta enfermedad y suele presentarse tras un período de mejoría. La tónica entre los pacientes adictos a la comida es caer una y otra vez, pero no por falta de voluntad o por baja moral. Las recaídas se dan porque, como en cualquier adicción, son señales de la gravedad del problema o de una curación incompleta.

La tendencia a tener estos altos y bajos afecta al paciente en proceso de recuperación pues lo hunde en un círculo de desmotivación por no lograr regular sus hábitos de manera rápida.

Rodrigo, otro adicto a la comida que también pidió la reserva de su verdadero nombre, ha subido y bajado drásticamente de peso desde sus años de colegio.

Cuando tenía 21 años, el médico le detectó la edad metabólica de un hombre de 50. Le prescribió medicinas para bajar de peso y estas le ayudaron por cuatro meses, pero una vez que las dejó subió 40 kilos “de un brinco”.

“Yo comía por aburrimiento, me levantaba a hacerme un queque y me lo comía completo y solo. El hecho de no tener hambre, nunca ha sido un impedimento para que yo siguiera comiendo”, afirma sin dubitar.

Entre amigos, él se reía de su propia gordura, pero confiesa que por dentro se sentía mal y se arrepentía de lo que había comido. “No creo que por ser gordo uno sea infeliz, pero sí creo que es un síntoma de la infelicidad”.

Los especialistas en el tema aseguran que los hombres que son comedores compulsivos tienden a ser menos comunicativos para admitir su lucha contra su adicción. Sin embargo, Rodrigo –actualmente, de 24 años de edad–, confiesa que está batallando a punta de ejercicio y lo que él describe como “quererse más a uno mismo”.

“Me preocupé realmente por mi peso cuando noté que tenía problemas para respirar y sentía dolor de espalda por el peso de mi panza. El cambio de mentalidad ha traído como efecto que baje un poco de peso; no estoy enfocado en reducir tallas sino en quererme más a mí mismo”.

Detrás de la comida

En su libro Adicción a la comida, Kay Sheppard asegura que la enfermedad que le da título a su texto es crónica. Esto es, que no desaparece. Es progresiva porque presenta síntomas que empeoran, y es fatal “porque los que no atiendan la enfermedad morirán a causa de las consecuencias que esta conlleva”.

“Es una enfermedad no elegida. Nadie se sienta a decir ‘voy a ser adicto’”, comenta la escritora. Entre las conductas de los comedores compulsivos, aparece la preocupación extrema por la cantidad de comida a su disposición, el sentimiento de culpa por cada alimento consumido, el darse atracones a escondidas y el sentirse incómodo en las situaciones en las que no hay comida.

El consumo compulsivo de alimentos es un problema que incluye tanto elementos psicológicos como químicos.

Marianela Gamboa, psicóloga especialista en obesidad y alimentación, comenta que “en múltiples ocasiones las personas comen para no decir algo' puede ser algo que incomoda, que enoja o entristece, y que quizá la persona piense que decirlo, tendrá consecuencias que no podrá o sabrá manejar.

“El apetito se ve envuelto como una defensa psíquica inconsciente ante la angustia, la depresión y otros sentimientos. Por lo general, esto tiene una historia que viene desde la infancia”, asegura la especialista.

La nutricionista Georgina Dengo coincide en que las bases de la adicción a la comida no están solo en la alimentación. Por eso, cada caso que recibe en su consultorio lo trata con ayuda de un psiquiatra o un psicólogo.

“Es imposible que alguien que almorzó bien tenga apetito 20 minutos después. Fisiológicamente, no es hambre lo que tiene; esa hambre es mental. Es una canalización errada del problema”, comenta Dengo.

Sin importar la edad o el género, hay otro denominador común en los comedores compulsivos: intentan justificar sus alteraciones de peso achacándolas a la genética, a problemas coyunturales o a alteraciones hormonales, como la diabetes o la insuficiencia suprarrenal. No obstante, estos casos representan una marcada minoría.

“La mayor parte de las personas con sobrepeso u obesidad lo sufren porque comen más de la cuenta. Pero cuesta que lo reconozcan y acepten su condición; cuando se les pregunta por lo que consumen, reportan una dieta que no coincide con el peso que tienen”, explica Dengo.

Una carga permanente

“Lo más difícil es aceptar el problema para enfrentarlo. Uno está en una encrucijada. Se quiere creer que todo está bien y se hace ‘el chancho’ para evadir la condición. En mi caso, fue una complicación de salud lo que me hizo enfrentarme a la cruda realidad”, afirma Laura.

Ella tiene 51 años y durante 43 ha recibido atención intermitente por su sobrepeso. Su mamá era obesa, pero ella está consciente de que, si bien hay un factor genético de por medio, su obesidad está directamente ligada con la ingesta de comida. Siempre tuvo la “ilusión” de que su problema fuera hormonal.

Para este reportaje, solicitó no revelar su nombre y se resistió a decir con claridad cuánto pesa hoy, aunque acepta que pertenece a la población diagnosticada con obesidad mórbida, un grado en que el peso excesivo limita incluso la movilidad y pone en riesgo la vida.

Acepta que sus excesos al comer se han dado por períodos, sin que medie algún incidente como detonante de sus ansias por devorar. La cotidianidad se sirve en platos grandes, sazonados por las emociones del momento.

“En mi vida, el sobrepeso es una preocupación siempre presente y un tema pendiente. Es indispensable creer que uno se puede superar, pero cuesta tener esperanza”.

Como resultado de su excesivo peso, a Laura le advirtieron del desgaste que están sufriendo sus rodillas. Fue en ese momento cuando decidió volver a un grupo de ayuda llamado Cuida Kilos, que funciona en Costa Rica como una organización para corregir la ansiedad por la comida a través de ayuda psicológica. Al día de hoy, manifiesta que la terapia la ha ayudado a mejorar notoriamente su condición, aunque su proceso no ha concluido.

Ella se niega a ser catalogada como “adicta” pues acepta que la enfermedad se puede controlar con “medidas sostenibles”.

“Primero, uno no siente fuerzas para dar el primer paso porque la montaña es demasiado grande. Conforme va acumulando fracasos para bajar de peso con dietas, crece la sensación de derrota”.

“Hay esperanza”

La Encuesta Nacional de Salud 2008-2009, determinó que el 59,7% de las mujeres entre 20 y 44 años tiene sobrepeso u obesidad; en la población femenina de 45 a 64 años, la cifra sube a 77,3%. En el caso de los hombres, hay un 62,4% con sobrepeso u obesidad en el rango de 20 a 64 años.

En el mundo, cada año mueren 2,6 millones de personas a causa de enfermedades provocadas por la obesidad, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Entre ellas, están las enfermedades cardiovasculares, el colesterol y el ácido úrico elevados, la hipertensión arterial y la diabetes.

En la mayoría de los casos, la negación del trastorno de la alimentación es lo que provoca que el problema no se atienda a tiempo. Mientras tanto, sube el nivel de tolerancia a las sustancias adictivas presentes en la comida, que es lo que al final hace a la gente comer en más cantidad. (Ver recuadro)

En esta fase, el paciente se averguenza de sí mismo y la decepción llega de manos de personas a su alrededor. Persisten las excusas constantes, mientras que el enfermo se torna irritable, depresivo y con una fuerte sensación de cansancio.

La pregunta del millón es: ¿cómo resolver la adicción a la comida? Desde la vertiente psicológica, Marianela Gamboa no duda en decir que, para que algún tratamiento funcione, la persona debe desearlo realmente.

“Si existe solo la presión de las personas allegadas, es posible que hasta aparezca una actitud rebelde que solo empeorará la situación.

“Antes de querer detenerla es necesario que la persona se pregunte qué función está teniendo la comida en su vida. La “lucha” contra la comida deja batallas perdidas y otras ganadas, pero al fin y al cabo, es vivir en una guerra eterna pues comer es imprescindible”, razona.

En cuanto a la vertiente de la nutrición, la recomendación cambia de persona en persona, dependiendo de su sexo, edad, costumbres, estado de ánimo y metas. Sin embargo. siempre es necesario llevar a cabo un plan de nutrición con una guía de alimentos y de la mano de un estilo de vida saludable.

“La etapa del mantenimiento es tan importante como el período en que se baja de peso. El paciente no se debe enfocar en la velocidad de perder peso porque las recaídas son muy frecuentes”, afirma la nutricionista Georgina Dengo.

Entre los consejos para ayudar al cambio de hábitos está no poner tazones grandes con comida en la mesa , y no tener disponibles alimentos conocidos como disparadores de la adicción (harinas refinadas, azúcares y grasas). Solo en los casos en que sea necesario, se recomienda la abstinencia total de estos alimentos disparadores. Tales medidas deben ser sostenibles en el tiempo.

Para Laura, “la lucha contra el peso no debe convertirse en un yugo”. “Hay una tendencia a sufrir por eso, pero lo más importante es que la gente sea feliz. Aunque viva en un subibaja... ahí va uno, despacio; mientras no desaparezca la esperanza”.