Andrés, el único

En una escuelita perdida entre las montañas de Acosta, hay un niño. Se llama Andrés y es su único alumno. La escuela se ha quedado sin estudiantes porque quienes viven en Bajo Cárdenas no tienen hijos para que don Chema, el maestro, les enseñe a leer y escribir.

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El maestro Chema está listo para cerrar para siempre la escuelita de Bajo Cárdenas de Acosta el día en que le entregue a Andrés de Jesús su diploma de primaria.

El cierre del viejo edificio sucederá en diciembre porque el único alumno de la escuela de Bajo Cárdenas es también el único en sexto grado, y se graduará ese mes.

De solo pensarlo, el corazón le duele a don Chema. Dos décadas de sus 45 años de vida las ha pasado en ese caserío colgado entre cangilones de montaña, enseñando a leer y a escribir a quienes hoy son los jefes y jefas de familia en ese poblado.

Sacando cuentas, unas 35 personas aprendieron sus primeras letras gracias a él.

Pero en Bajo Cárdenas ya no quedan más niños para llenar la escuelita. Andrés de Jesús Aguilar Prado, de 13 años de edad, es el último y, actualmente, también el único estudiante a quien el maestro Chema le dedica seis horas diarias de clase.

El caserío de Bajo Cárdenas de Acosta se ha quedado sin niños para mandar a la escuela. Varias familias abandonaron el pueblo en busca de un mejor destino, y las que todavía viven ahí no están ni en edad ni en condiciones de tener más hijos.

El Bajo está compuesto, escasamente, por 12 casas repartidas entre cuestas. Ahí no hay electricidad, y el servicio de agua potable apenas les llegó este año.

Al fondo del barranco que bordea la trocha y rodeadas de potreros, están las cinco casas donde viven Fidelina, María (mamá de Andrés), Bernarda, Javier y don Lencho. Son las que quedan más juntas. Las otras siete viviendas se distribuyen entre las abundantes cuestas que caracterizan a estos territorios de Acosta.

Quien se ha adentrado en las montañas de Acosta, lo sabe. El recorrido transcurre entre calles estrechas con profundos bajos de un lado y taludes de montaña casi virgen al otro.

Para llegar hasta Bajo Cárdenas, hay que manejar casi dos horas desde San Ignacio de Acosta, atravesando los pueblos de Guaitil, Coyolar y Turrujal, entre jocotales maduros.

Doce casas sin niños. El más pequeño es Andrés de Jesús, aunque su figura espigada revela la formación de un adolescente intenso. Los demás jóvenes superan los 15 años de edad.

Timidez encubierta

Andrés de Jesús tiene la dicha de haber nacido y de criarse en un lugar bellísimo. Él lo sabe.

Bajando una de las tantas cuestas para llegar a su poblado, aparece la ermita enclavada sobre la loma. Al fondo, están las montañas de Aserrí y Puriscal que parecen servir de marco para una pintura campestre.

Las cercas de Pochote abundan a uno y otro lado del camino, donde las vacas rumian tranquilísimas amarrando sus cuatro patas a los potreros, mientras los jocotes maduros se pudren en el suelo. Las ráfagas de viento traen el sonido del caudaloso río Jorco.

Inclinaciones de casi 90 grados hicieron patinar varias veces al carro de doble tracción sobre la tierra rojiza, pintada con ese barro que se pega en la ropa y cuesta que salga con una sola lavada.

La escuela donde estudia Andrés –prefiere que solo le digan su primer nombre– se sostiene sobre una loma. Tiene un portón rojo de metal que permanece abierto mientras maestro y estudiante están adentro.

El aula revela fácilmente que solo alberga a un único estudiante. En una de sus esquinas, varios pupitres están amontonados en recuerdo de sus antiguos ocupantes.

Dos mesitas con sus sillas (una para Andrés y otra para don Chema) aparecen frente a las tres pizarras. En una, está la mochila, la resortera y el único juego de libros de Andrés.

Aquel jueves 7 de octubre era día libre. En San Ignacio se celebraba un congreso de educadores, pero don José María Chema Vindas Quesada, el maestro, prefirió quedarse para instalar un tanque séptico que le donaron a la escuela.

Cada día, el profesor baja desde San Luis de Acosta, como lo ha hecho durante los últimos 20 años. Ese jueves no hizo la diferencia.

Andrés subió hasta la escuela con sus botas de hule y con ropa informal para ayudar al Don, como le dice.

Los encontramos bien concentrados en el trabajo, haciendo el hueco con enormes esfuerzos para cortar con la pala las piedras del terreno.

La donación es una oportunidad para que el joven y su maestro no se arriesguen a ser mordidos por una terciopelo o recibir un ataque de las zompopas cada vez que se adentran en el monte a hacer sus necesidades.

Hace poco, la pila en la cocina de la escuela inauguró un chorrito de agua, lo cual también le ha ahorrado a los dos ocupantes del inmueble la obligación de cargar agua desde nacientes cercanas para poder refrescarse del calor y la humedad que caracterizan a esas tierras de Dios.

El joven es muy tímido. Casi no habla con extraños. Sus caras más conocidas son las del maestro y el reducido grupo de vecinos de Bajo Cárdenas.

Por eso, su historia la reconstruimos con puros movimientos de cabeza para afirmar o negar hechos, y con una larguísima conversación con el maestro.

Así fue como nos enteramos que Andrés pertenece a una de las familias emblemáticas de Bajo Cárdenas: la de los Prado. También están las familias de los Quirós, los Mena y los Rojas. Alguna vez hubo Cárdenas –los mismos que le dieron nombre al pueblo–, pero ahora ya no queda ni uno, según constató el maestro Vindas.

Andrés sale de su casa a las 6:30 a. m., todos los días. Las clases empiezan a las 7 a. m. y terminan a la 1 p. m.

Apenas llega, reza junto al docente, quien prefiere utilizar un pupitre al lado de su alumno que sentarse en el viejo y destartalado escritorio, pegado a la orilla de la ventana.

El Ministerio de Educación Pública (MEP) le da al maestro un fondo para que Andrés pueda comer en el centro educativo. Por eso, no más llegando, ya le tienen un bocadito listo. Lo prepara Laura Benavides, exalumna. Los menús los envía desde San José la División de Alimentos y Nutrición para Escolares y Adolescentes (Danea).

La escuela de Bajo Cárdenas tiene su patronato y junta escolar, formados por exalumnos. La rutina aquí es la misma que en cualquier otro centro educativo.

“Se deben dar seis lecciones diarias. Por ejemplo, dos de Español, dos de Matemática, dos de Ciencias. Tenemos espacio para el círculo de la creatividad, cuando Andrés pinta, lee cuentos o escribe poesía.

“Con uno es más sencillo. Podemos hacer un cierre donde repasemos lo aprendido en el día, y me puedo dedicar con mayor atención a resolver sus necesidades”, comentó el docente.

Medio en broma, don Chema cuenta que Andrés es su mejor alumno. “Ser el único tiene sus ventajas: no está obligado a hacer trabajo grupal y además tiene toda mi atención”, dice sonriendo.

Desde que Andrés se quedó solo en la escuela, el año pasado, el maestro también es su compañero de juegos en el recreo.

“Viera las habladas que nos echamos. Cuando no vienen a jugar bola Miguel (Fallas) o Albin Benavides (un chiquillo un año mayor que Andrés, exalumno), nos vamos a caminar un rato a ver vacas, o jugamos con la resortera a ver cuál de los dos se apea más tarros”.

La bola ya no da para más. Está desinfladitica y descascarada. Igual le sirve al chiquillo para hacerse sus buenas series, mientras da inicio la siguiente lección.

Lo cierto es que ahí no hay donde aburrirse. Si no se quedan hablando, aparece una que otra terciopelo para matar o algunas hormigas a las cuales molestar.

Así pasan el tiempo de los recreos. Para las fiestas –como la de medio año o la de la alegría–, el maestro planea invitar a los vecinos del pueblo para que Andrés no pase tan solo.

En las últimas celebraciones patrias, organizadas desde San Ignacio de Acosta, se coordinó para que Andrés portara una réplica de la antorcha de la independencia. La cargó desde Guaitil hasta la escuela, donde lo estaban esperando algunos de los vecinos.

Cuenta el maestro que la jornada solo se ve interrumpida si los aguaceros bajan temprano por la montaña.

La escuela no tiene electricidad –a pesar de que la han pedido insistentemente–, y cuando oscurece temprano, se dificulta la visibilidad en el aula.

En el último temporal, el maestro prefirió que Andrés faltara a clases tres días porque el joven debía atravesar dos quebradas de camino a la escuela.

Una, es un brazo importante del río Jorco, que se llena hasta asustar con solo que caiga un chubasco.

“¿Quién me lo devuelve sano si le pasara algo por cruzar esas quebradas? Hay cuestiones de lógica que uno decide sin esperar que le vengan las órdenes desde San José”, reconoció.

Vida difícil

Cuando José María Vindas empezó a dar clases en la escuelita de Bajo Cárdenas, tenía 22 alumnos en diferentes niveles.

Con el paso de los años, el aula se ha ido vaciando. Andrés entró ahí a segundo grado. Entonces, tenía siete compañeros más. Al pasar a tercero, los mismos siete le hicieron compañía, pero ya en cuarto solo quedaban tres y él. En quinto, se fue el último, Albin. Hoy solo queda Andrés.

La supervivencia de la escuela dependerá de una familia de Guatil, que le comentó al maestro sobre su interés de pasarse a vivir a Bajo Cárdenas el próximo año.

“Pero hasta que no tenga el telegrama en la mano, seguiré pensando que esto se cierra con Andrés. Mi plan es ir a dar clases a la escuela de El Coyolar si eso sucediera”, comentó don Chema.

“La graduación no la he planeado. Supongo que será como todas: él desfilará por el aula y su familia lo acompañará durante la ceremonia”, contó don José María.

Después de su graduación, Andrés contesta con un meneo de la cabeza que no sabe si seguirá estudiando. Albin, el último egresado, no siguió en el colegio y está esperando una ayuda económica para ver si puede continuar la secundaria.

Probablemente, Andrés corra su misma suerte pues el colegio más cercano está en Acosta y su familia –dedicada a la agricultura y a cuidar terrenos ajenos– no tiene suficiente capacidad económica para mandarlo a estudiar.

Si esto pasara, su rutina no cambiará mucho porque, cada día, al bajar el barranco y llegar a su casa, Andrés se quita el uniforme y se pone su ropa de trabajo para ayudar con los chanchos y chompipes que están criando.

Ya son rutina para él las extenuantes caminatas hacia Acosta para comprar los víveres de la casa, donde vive con su mamá, doña María (de 32 años y exalumna de don Chema), su abuela y sus dos hermanos mayores (también exalumnos de la escuelita).

Ya diciembre dirá qué días le esperan al único estudiante de Bajo Cárdenas, a su maestro y a la humilde escuela de este caserío perdido entre montañas.