Al Vuelo

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“Es curioso que todos los crímenes de Nixon –donaciones anónimas a la campaña, escuchas telefónicas, guerras no declaradas– sean ahora legales”, ironiza el comediante estadounidense Bill Maher en su cuenta de twitter. La defensa que ha hecho Obama del programa secreto de espionaje “Prism” es un desvergonzado intento por legitimar el delito: “En abstracto, uno puede quejarse del Gran Hermano, pero en la realidad, si miras los detalles, creo que hemos encontrado un equilibrio adecuado –entre la privacidad y la seguridad nacional”. ¿Cuáles detalles? No se darán a conocer, por razones de seguridad...

A este fenómeno, Hannah Arendt lo llamó “intrusión de la criminalidad en el ámbito político”: “La noción de razón de Estado nunca desempeñó ningún papel en Estados Unidos; es una nueva importación. Y la Seguridad Nacional ahora cubre todo tipo de delito. Por ejemplo, el presidente tiene todos los derechos, está por encima de la ley... es como un monarca en una República. Está por encima de la Ley, y su justificación es siempre que, haga lo que haga, es con vistas a la seguridad nacional”, decía Arendt en una entrevista del año 1973, durante el gobierno de Richard Nixon.

Después del 11 de septiembre 2001, y del “Patriot Act”, el fenómeno que Arendt considera propio de su época no solamente parece haberse radicalizado, sino además banalizado.

Más alarmante aun es la reacción de la ciudadanía ante la violación de sus libertades. Según un reciente estudio del PEW Research Center y del Washington Post , el 56% de los estadounidenses cree que el programa de escuchas es una forma aceptable de investigar casos de terrorismo, y un 62% estima que se justifican las violaciones a su privacidad para investigar amenazas terroristas.

Es decir, la mayoría de los estadounidenses no quiere ser ciudadanos, sino súbditos de un Leviatán, al cual están dispuestos a cederle su libertad a cambio de que les garantice seguridad; no quieren un presidente, sino un “buen tirano”... ¿Y qué pasa si el Gran Hermano no es un buen hermano?

La intrusión de la criminalidad en el ámbito político, inyectada con el discurso de la lucha contra el terrorismo, muestra cuán fácilmente en un país dominado por el miedo retrocede la consciencia democrática. El miedo implica una regresión a un estado de minoría de edad en el que cada quien prefiere obedecer al “buen tirano” antes que tener el valor de desobedecer, como lo hizo Edward Snowden, para luchar frente a los abusos del Estado. La pasión del miedo se acompaña de una sed de castigo: la mayoría de los obedientes súbditos estima que Snowden merece ser condenado por haberles revelado que el Estado abusa de sus derechos.

“Que lo linchen”.