Viaje al corazón del monstruo: el cine de Guillermo del Toro

Fantasía y pertinencia: Mediante una obra compuesta por 10 largometrajes, el cineasta mexicano Guillermo del Toro ha creado un universo monstruoso cargado de ideas incisivas sobre nuestra realidad contemporánea

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Al menos desde que recibió el León de Oro del Festival de Cine de Venecia, en setiembre del año pasado, La forma del agua (2017) ha adoptado la forma de una victoria política. El filme cuenta la historia de amor que surge entre una criatura anfibia que proviene del Amazonas y una miscelánea muda que trabaja en un laboratorio secreto durante los días más candentes de la Guerra fría. Así, la película dirigida por el mexicano Guillermo del Toro se sirve del género fantástico y del pasado histórico para explorar los rostros diversos de la exclusión.

En palabras de Del Toro, La forma del agua es “un cuento de hadas para tiempos difíciles”. En su condición de inmigrante que vive en la “América” de Trump, el cineasta sabe de exclusiones. Además sabe cómo hilar, a partir de esa experiencia, un texto que conmueve a las grandes audiencias conforme les muestra las sinrazones de la discriminación étnica, geográfica, sexual o por discapacidad.

Parece que al fin y al cabo somos, de alguna manera, el otro de alguien. Somos el monstruo de quien se afianza con fuerza a la idea de una supuesta normalidad.

“Siempre he creído que la fantasía es un género político”, confirmó recientemente Del Toro, en una entrevista concedida al diario español El País. “Muchos tenemos ideas fijas y el cuento de hadas es un antídoto contra ellas. Como mexicano, sé qué significa ser visto como el otro. Esta es una película de 1962, pero también de hoy. Hablar de ‘hacer América grande de nuevo’ es como regresar a esa época llena de racismo y clasismo. Hoy nos enfrentamos a los mismos problemas”.

Por otra parte, La forma del agua es una singularidad en la industria del cine estadounidense. La película accedió a los espacios de prestigio que usualmente le son negados al cine fantástico al conseguir cuatro premios Óscar y el galardón principal de festival de Venecia.

La explicación de ese fenómeno es amplia, aunque siempre es posible encontrar la respuesta corta mediante el atajo que conduce hasta una habitación nocturna ubicada en el estado mexicano de Jalisco. Allí, a inicios de los años 70 del siglo pasado, un niño de ocho años hizo un trato con los monstruos que lo asediaban en sueños: “Si me dejan ir a orinar, seré su amigo toda la vida”.

El niño y sus criaturas

Afirmaba el español Fernando Savater en su Diccionario filosófico que los niños sienten simpatía por los monstruos porque asustan a los adultos, porque no van a la escuela ni tienen que trabajar. No hay duda de que existe una relación estrecha, de atracción y de rechazo, entre el niño y las criaturas nocturnas que se ocultan en el fondo del armario.

Sin embargo, el caso de Guillermo del Toro es excepcional: esa simpatía se ha transformado en un sentimiento devoto y desbordado que lo acompaña hasta hoy.

“Desde niño encontré más compasión en los monstruos que en el santoral católico y desde entonces son para mí una vitalidad creativa permanente. Hay gente que se encontró con Jesucristo. Yo me encontré con Frankenstein”, recordaba recientemente Del Toro, en una clase magistral ofrecida en el festival de cine de su natal Guadalajara.

Es difícil imaginar un terreno más fértil para el cultivo de la fantasía que México. Allí, en la tierra que abriga a la fantasmal Comala de Juan Rulfo, lo sublime, lo grotesco y lo trágico juegan al baile de máscaras todos los días. Allí, los alebrijes se beben los sueños de un sorbo y los chuleles protegen a los recién nacidos, mientras los nahuales, por simple diversión, destrozan las cosechas de maíz y se roban a las novias de los campesinos.

Esa mitología popular ha nutrido al cine mexicano; tanto al del período de oro, que produjo filmes como La llorona (1933) y La momia azteca (1957), como al de finales de siglo XX, que representa un punto de inflexión e incluye entre sus películas de referencia a Como agua para chocolate (1992) y Cronos (1993), ópera prima de Guillermo del Toro.

De ese contexto generoso surgen las criaturas que pueblan la filmografía del cineasta, desde Jesús Gris hasta el hombre anfibio que protagoniza La forma del agua.

Surgen de ese contexto y de una imaginación exuberante y desatada. “Mi mente siempre ha sido tortuosa. Es enloquecida y salvaje”, concluye del Toro. La materialización de esa idea lleva el nombre de Bleak House: la casa-museo ubicada en la ciudad de Los Ángeles que el director utiliza como lugar de trabajo.

Bleak House es un refugio contra la normalidad que está delimitado por corredores secretos, librerías móviles, habitaciones en las que llueve permanentemente y paredes decoradas con los originales de ilustradores como Giger y Moebius. En Bleak House hay 13 bibliotecas que contienen alrededor de 9.000 libros y 50.000 cómics, hay autómatas, miles de figuras coleccionables y una cabeza gigante de Frankenstein, entre otras curiosidades.

“Comencé de niño y tengo todo lo que he ido coleccionando desde entonces. Soy un tipo monstruoso al que le gusta leer, ver cine, jugar con sus juguetes y que, pasados los 50 años, puede vivir la vida de un niño rico de 12”, apunta, entre risas, el director.

Del Toro no solamente tiene una habitación propia al mejor estilo de Virginia Woolf, sino también –y en alguna medida gracias a ella– una voz propia. Una visión del mundo y de la realidad. Ese en un raro privilegio que está reservado para muy pocos.

Del "robo" como una de las bellas artes

Es conocido el refrán hollywoodense que afirma que a cada éxito de taquilla le corresponde un juicio por derechos de autor. Es conocido también que el plagio, el homenaje y la cita existen desde siempre, aunque algunas veces sus fronteras no son suficientemente claras.

Uno de los primeros grandes monstruos del cine, Nosferatu (1922), es un plagio disimulado mediante el cambio de algunos elementos de la novela Drácula, de Bram Stoker. Como resultado de una demanda interpuesta en ese momento se destruyeron todas las copias del filme. Todas menos una, que comenzó a circular en los Estados Unidos, donde la novela no estaba protegida por derechos de autor.

Lo curioso de la historia es que mucho tiempo después, en el 2001, el gobierno de Rumanía intentó construir un parque temático dedicado al conde Drácula. Los abogados de Universal Pictures presentaron una denuncia en la que alegaban que el nombre del personaje era marca registrada de su empresa y el parque no se construyó.

Este relato es pertinente porque, desde el estreno de La forma del agua, se han presentado acusaciones de plagio contra Guillermo del Toro, el productor del filme Daniel Kraus y el estudio Fox Searchlight. Algunas de ellas recuerdan el viejo refrán hollywoodense.

La lista de alegatos está encabezada por la demanda que se refiere a una “copia descarada de la historia, los elementos, personajes y temas” de la obra teatral Let me hear you whisper (1969), escrita por el dramaturgo estadounidense Paul Zindel. En esa obra, una mujer que trabaja en la limpieza de un laboratorio aprende a comunicarse con un delfín e intenta llevarlo a su hábitat natural.

A ese reclamo le preceden el de los productores del cortometraje holandés The Space Between Us (2015), en el que una mujer de la limpieza se enamora de un hombre pez, y el del director Jean-Pierre Jeunet, que ha encontrado varias similitudes entre una escena de La forma del agua y otra de su película Delicatessen (1991). Con un tono más conciliador, un grupo de cinéfilos ha señalado las coincidencias argumentales entre el filme dirigido por del Toro y El hombre anfibio (1962): una obra de culto del cine soviético.

¿Es posible robar de tantos lugares con éxito? La respuesta es sí, y está desarrollada además, con gran ingenio, en un manual escrito por el poeta neoyorquino Austin Kleon, bajo el título imperativo de Roba como un artista (2013). En ese libro, Kleon pone en jaque nuestra posturas más conservadoras sobre la originalidad y describe las prácticas del artista coleccionista, cuyo perfil es, evidentemente, el de Guillermo del Toro.

Para filmar su personal La forma del agua, Del Toro ha robado algo de los personajes de El monstruo de la laguna negra (1954) y algo más del relato de La bella y la bestia: un proyecto que, no por casualidad, el cineasta intentó dirigir siete años atrás.

Ha robado eso y más, en un procedimiento similar al que ha utilizado anteriormente al diseñar El laberinto del fauno (2006) a partir de fuentes tan diversas y conocidas como Francisco de Goya y el cómic, la mitología griega y Charles Dickens.

A través de la mirada de Del Toro, los monstruos son los amigos cercanos de toda la vida. Al menos desde principios de los años 70 del siglo pasado, cuando le prometieron a un niño de ocho años que iría a orinar sin mayores sobresaltos y cumplieron su promesa.

Breve genealogía fantástica

Jesús Gris (Cronos, 1993): De la ópera prima de del Toro surgió, inevitablemente, su primer monstruo: un vendedor de antigüedades que activa accidentalmente un mecanismo que lo convierte, poco a poco, en un vampiro.

Long John (Mimic, 1997): Los científicos Susan Tyler y Peter Mann modifican insectos y crean un híbrido entre termita y mantis religiosa capaz de terminar con la plaga de cucarachas que ha matado a miles de niños en Nueva York.

Santi (El espinazo del diablo, 2001): El primer fantasma de su filmografía, inspirado en el cine oriental, es un niño que tiene una herida en la cabeza y deambula por un orfanato.

Hellboy (Hellboy, 2004): Creado por Mike Mignola en 1993, este personaje es un demonio que fue lanzado a nuestra dimensión por un grupo ocultista de nazis. Después fue criado por la Agencia de Investigación y Defensa Paranormal de los Estados Unidos.

El fauno y el hombre pálido (El laberinto del fauno, 2006): La película rodada en castellano más taquillera de la historia nos permitió conocer a dos personajes memorables, que fueron interpretados por el actor fetiche del cineasta: Doug Jones.

Los kaijus (Titanes del Pacífico, 2013): El amor del cineasta mexicano por la cultura japonesa queda reflejado en estas criaturas de gran potencial destructivo.

El hombre anfibio (La forma del agua, 2017): El protagonista de esta película representó un trabajo de diseño complejo, que tomó alrededor de tres años y se inspiró en las texturas del cuerpo de sapos y salamandras.