Recordemos a la espectacular Flora Marín Guzmán, en ‘Pigmalión’, de George Bernard Shaw

Una página invaluable de la historia teatral costarricense, que catapultó a la fama a su actriz principal.

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En el primer semestre de 1963, la Asociación Cultural Teatro Arlequín de Costa Rica le encargó a Daniel Gallegos Troyo, recién llegado de México, la dirección del programa doble compuesto por Perdón, número equivocado, de L. Flechter y El aniversario, de Chéjov. En ambas piezas participó una joven promesa del teatro costarricense: Flora Marín Guzmán.

Pasada la exitosa temporada en la mítica sala para teatro de cámara “El Arlequín”, situada en San José, en la calle 9, entre avenidas central y primera, el local fue solicitado por los dueños de la propiedad para ubicar allí un parqueo. Como dijo Alberto Cañas Escalante: “Una concesión a las necesidades, digamos, pero también a los gustos de la época”; la noticia se recibía -agregó- “con nostalgia y tristeza”. Evidentemente, pues ese pequeño teatro se había convertido en imprescindible en el San José cultural.

Sin embargo, esa circunstancia no fue obstáculo para que los Arlequines siguieran adelante con su proyecto de presentar piezas de calidad. El Teatro Nacional les abrió sus puertas, lo cual les permitió probarse con obras en gran formato y de mayores exigencias. En efecto, el 19 de noviembre de 1963, subió a nuestro principal escenario, la emblemática pieza de George Bernard Shaw, Pigmalión. Todo un desafío para el director y su equipo.

Una florista del bajo Londres

¿Quién podía meterse en la piel de una florista callejera y transformarse, mediante un proceso de arduo aprendizaje, en una mujer de refinadas maneras y exquisita conversación, en consonancia con las exigencias de la más elevada sociedad londinense? En ese momento la respuesta era una sola: Flora Marín Guzmán.

Flora, además de su talento, carisma y presencia escénica, ya tenía experiencia sobre los escenarios, pues había trabajado no solo en las obras citadas al inicio, sino también en La anunciación de P. Claudel, montaje del Teatro Universitario, bajo la conducción del maestro francés André Moreau, muy reconocido por su trayectoria en Francia, México y El Salvador; y en Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, de García Lorca, dirigida por Lenín Garrido. Experiencia nada despreciable, por la calidad de las obras y la exigencia de los directores. Un cronista había dicho de Flora que poseía “un lujo de recursos” para construir sus personajes. Era, entonces, la indicada para caracterizar a la compleja Eliza Doolittle, de Pigmalión.

Lenín Garrido sería Henry Higgins, el insensible profesor, dedicado científicamente al estudio de la fonética, capaz de distinguir los miles de acentos que había en Inglaterra e incluso los de cada uno de barrios londinenses. Él debía operar la transformación de aquella “muchachuela ordinaria, muy ordinaria”, en palabras de Mrs. Pearce, el ama de llaves (Ana Poltronieri), en una distinguida dama. Los otros integrantes del elenco fueron Guido Sáenz (también a cargo del maquillaje), José Trejos, Irma de Field, María Ponce de Quirós, Ana Sayaguez, Oscar Argüello, Wilda Quiñones, Jaime Feinzag, Johnny Jiménez y estudiantes universitarios, como extras. Un “reparto fulgurante”, como lo catalogó un periodista.

Un montaje del Teatro Universitario y del Arlequín

La puesta en escena de Pigmalión fue todo un acontecimiento teatral y cultural, que la prensa se ocupó de destacar en gacetillas y comentarios ilustrados, sin escatimar espacio en los diarios de circulación nacional y en el periódico La Voz Universitaria -antecesor del Semanario Universidad-. Delfina Collado, desde las páginas del Diario de Costa Rica dijo: “Fascinante, esa es la palabra exacta para designar la obra ‘Pigmalión’” y elogió a Flora por la forma en que se apropió de su personaje, Eliza, al cual llevaba de la zafiedad al refinamiento no solo en su dicción, sino en sus modales y elegante porte. Y es que, por razones obvias, en ella convergían todas las miradas.

El montaje, dirigido por Gallegos Troyo, con el respaldo de un equipo de asistentes (Francisco Sáenz, Dalia Brenes, Carlos Moya, Nelson Brenes, Juan Bordallo y otros) fue sumamente cuidado y exigió la mayor atención de todos los aspectos: vestuario, maquillaje, peinados, sonido, luces y escenografía. “Cinco cambios de escena, tres diferentes decorados han sido hechos y montados a gran escala y en la forma más espectacular posible”, precisó La Nación del 13 de noviembre de 1963.

¡Insólito!, cuatro juicios críticos

La puesta en escena de Pigmalión catapultó nuestro movimiento teatral y convocó a un selecto grupo de personalidades que publicaron sus puntos de vista en distintos medios escritos: Guido Fernández Saborío, Brunello Vincenzi, Samuel Rovinski y Alberto Cañas Escalante. ¡Qué privilegio para el público tener acceso a opiniones de peso!

Ellos se refirieron a la obra, al montaje, al director, a los integrantes del elenco y al equipo de apoyo. De Flora, se afirmó que tenía cualidades de “gran actriz”, como su “extraordinaria proyección de voz, una sabia intuición para el personaje y, especialmente, un dominio perfecto de sus reacciones”; que ella le había permitido a su Eliza hacer “un tránsito legítimo entre la tosquedad y la finura”; también, que su actuación había sido estupenda: “Se desenvuelve a gusto en el escenario y su voz exquisita se modula exactamente como su personaje lo requiere”; o esta otra opinión, que compendió perfectamente el trabajo de la actriz: “La estrella indiscutida de la representación es Flora Marín. […] Una exquisita sensibilidad, una facultad singular de asimilamiento y proyección , y una sonora y delicada voz, son atributos que, unidos a su natural elegancia y singular belleza física, hacen de Flora Marín la mejor adquisición y la más auténtica revelación de nuestro teatro en algún tiempo”.

Nobleza obliga

Imposible omitir un reconocimiento para el director, para todo el elenco y equipo de apoyo, que hicieron que la puesta en escena de Pigmalión fuera calificada como “uno de los momentos luminosos” del teatro de nuestro país y un montaje “digno de cualquier escenario del mundo”.

En definitiva, con este trabajo se escribió una de las páginas más sublimes de nuestra historia teatral y pregonarlo, a los cuatro vientos, es un deber ético.

La autora es investigadora independiente.