Mario Matarrita, el tenaz guanacasteco aferrado a una idea temeraria: ser galerista

Repasamos la historia del negocio que ha sobrevivido por tres movidas décadas y desde el que Mario Matarrita ha visto el auge de las galerías en el país

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Cada segundo que se pasa dentro de la Galería 11-12 es estimulante para los sentidos pero también, de mucho cuidado. Un paso en falso y se puede golpear un cuadro de Felo García, de Rafa Fernández o quizás una escultura de Olger Villegas. A esos nombres, el galerista y dueño Mario Matarrita les llama “históricos” sin chistar.

La cantidad de obras que hay en el lugar despierta la curiosidad y ahí es cuando empieza a operar la experiencia del galerista, quien se ha dedicado a comerciar arte desde hace 33 años.

“A muchas personas les da pena entrar y siempre me dicen lo que usted me acaba de decir: ‘yo había pasado por aquí, pero nunca había entrado...’, es como si el arte les diera miedo”, contó a un equipo de Áncora, que lo visitó en su local en Plaza Itskatzú, donde ha estado por una década y media.

Él se encarga de recibir a las personas y mostrarles, en pocos minutos, que el arte no es algo lejano, sino que se puede observar de cerca y preguntar lo que no se sepa. Se puede decir el apellido de algún artista nacional reconocido y, de seguro, don Mario tendrá una obra suya entre las 1.500 que tiene en este momento la galería.

Matarrita, originario de Guanacaste, comenzó este trabajo en una época en la que hablar de crear y coleccionar arte era algo lejano para muchas personas y, aunque estas actividades continúan reservadas para algunos sectores, es gracias al impulso de galeristas como él que ahora se le puede ver como inversión y no como gasto.

“La idea de tener una colección es algo más reciente, aunque sí hay casos de antaño: don Guido Goicoechea, Mario Rivera, Mario González Feo, o instituciones como la Caja, que lo han hecho hace mucho tiempo. Lo que siempre ha predominado es tener arte como decoración, un cuadro que vaya con la casa; que no tiene por qué ser una mala obra”, contó Matarrita.

Es seguro decir que Matarrita, de 68 años, es de los galeristas con carrera más larga en el país. Su historia es la de un promotor tenaz del arte nacional que ha visto los altos y los bajos del trabajo en galería.

Sus memorias

Hay dos formas de leer a Mario Matarrita. Conversando con él frente al escritorio en el que atiende a los clientes en la Galería 11-12 o abriendo su libro Los ojos de la noche (Editorial Arlekín, 2018), en el que repasa sus memorias.

Además de galerista, Matarrita es poeta y las historias que contó entre líneas, en algunas de sus obras, las chorrea en Los ojos de la noche.

Con una prosa seca pero teñida de licores, Matarrita cuenta de las “borrascas” que lo hicieron rodar hasta que encontró el camino para inaugurar su primer espacio para las artes.

Fue por un taller de poesía –que no era más que una excusa para tomar con sus amigos pintores– que Matarrita dejó la vida como profesor de la Universidad de Costa Rica para vivir del arte de vender arte.

“Los estudiantes se volvieron locos buscándome. Con mi aguinaldo, había levantado una borrasca de 15 días y olvidé llevar las actas de notas finales del curso lectivo. Esto produjo en mí, una brutal goma moral, y algo de sensatez de mi parte, que me obligó a poner mi renuncia a la Cátedra”, narra Matarrita en su libro.

Fuera de la cobija de la universidad, Matarrita siguió haciendo su vida entre artistas. En diciembre de 1985, uno de los asistentes al taller, el pintor Gerardo González, le pidió prestado dinero y ese fue el evento que cambió el rumbo de su vida.

“Eran dos ranitas, que, por cierto, hoy tienen mis sobrinos. Me las compró mi hermano, que quiso motivarme a dedicarme a esto”, recordó Matarrita.

Auge

Si bien tenía un negocio incipiente, antes que tener una galería, don Mario quería tener clientes; para darse a conocer entre el público, él resolvió hacer algunas exposiciones.

La primera muestra en el primer local de la Galería 11-12 se celebró en el edificio de la Guilá en la infame Calle de la Amargura. Imaginarse en ese contexto la venta de cuadros de Manuel de la Cruz González o Fausto Pacheco suena como rareza, pero la idea fue tomando fuerza.

Verse cara a cara era inevitable en una época en la que no había otros medios de difusión más allá de la prensa. A su lado, Matarrita tenía a algunos pintores que creyeron en la idea: Fernando Carballo, Gerardo González, Ricardo Ulloa Garay, Fabio Herrera, Mario Maffioli, Rolando Garita, Leonel González, Guillermo Porras, José Alejandro Herrera, quienes vieron potencial en la idea.

En 1988 mudó la operación a una casa de barrio Aranjuez a “una casita de adobe como esas que pintaba Fausto Pacheco”. Desde ahí organizó exposiciones de Carballo y colectivas de figuras históricas del arte costarricense.

Aún así –insiste Matarrita–, todo seguía siendo algo muy bohemio, era construir sobre la nada.

Si algo ha cambiado desde ese entonces es que en un punto se corrió la voz de que Matarrita vendía y conocía de arte y varias personas empezaron a llevarle obras para saber que tenían exactamente.

“Llegaron personas con herencias o donaciones y así se rescataron varias obras, se hizo un trabajo de restauración y conservación. A veces la gente no sabía qué tenía, se podía recurrir a expertos, pero eso no era un oficio”, detalló.

Ahora, en el sitio web de la Galería 11-12 se ofrecen servicios de valoración de piezas artísticas. Matarrita sonríe al saber que ha pasado mucho antes de llegar a ese punto.

En 1997 se instaló en barrio Escalante en la casa que albergó su negocio por varios años. Con la llegada a este espacio más serio, la esencia bohemia del negocio se fue perdiendo, claro está, pero, con ello, llegó una profesionalización.

En los años 90 y la década siguiente, el negocio creció de la mano de la expansión inmobiliaria.

“Venían decoradores e interioristas de proyectos habitacionales en Guanacaste, algo que fue un impulso muy importante. Ahí se fortaleció el mercado del arte nacional. Alguna que otra vez visité Panamá para abrir espacio para obras costarricenses, pero como en todo recorrido, se llega a su bemol”, contó.

A finales del año 2000 empezaron a hacer ferias al aire libre en San Pedro (cerca del Banco Popular) y en el de Escazú, espacios abiertos que invitaban a un público variado.

Matarrita detalla que en el caso de Escazú esas ferias despertaron el mercado y, por eso, en el 2004, abrió una sucursal en Plaza Itskatzú, notando que sus clientes cada vez residían más de aquel lado del GAM.

“Eso no se hace en ninguna parte del mundo: arte de alto nivel en la calle, pero esas ferias legitimaron mucho el interés por el arte nacional. Después se perdió el espacio por asuntos de convocatoria y de calidad: llevaron artesanías y hasta ropa, y eso cambió todo”, añadió el galerista.

Así fue como empezó a hacer sus propias exposiciones en el parqueo de Plaza Itskatzú y eventualmente cerró el local de Escalante, en el 2007.

Cambios

Actualmente, el negocio del arte ha cambiado. Ya no es tan común organizar exposiciones para promocionarse, sino tener presencia en internet y, claro, tener las puertas del negocio bien abiertas y los oídos atentos a lo que busca el cliente.

“Yo he vivido una expansión del arte costarricense, creo que se ha ganado espacio, pero sigue siendo cerrado al mercado internacional. Como galeristas es el mercado nacional el que nos ha sustentado, apoyado por los residentes extranjeros”, detalló Matarrita.

El galerista gana con sus ventas, sí, pero Matarrita dice con orgullo que si han logrado algo ha sido apoyar a los artistas nacionales, en una época en la que el mercado fluctúa.

Hacia el final de la cita, Matarrita mostró obras de Teodorico Quirós de los años 40, un Manuel de la Cruz González de los años 70 y piezas más recientes, todo al mismo tiempo que coordinaba la recolección de una obra en una casa de habitación.

“En los años 80, ser galerista era una idea temeraria, casi suicida; conste que sigue siendo una idea temeraria, mas no tanto suicida”, contó Matarrita y se echó una carcajada.

En sus palabras es fácil ver que sus dos intereses –el negocio del arte y la poesía– no están tan lejos: hay historias para reírse y para llorar, parejo.