La transformadora contundencia de 'Museo animal', de Carlos Fonseca

Carlos Cortés disecciona la segunda novela del autor de 'Coronel Lágrimas" y la califica como "una obra mayor de la nueva literatura latinoamericana"

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“El pasado es una señal en el mapa de una ciudad en la que nunca hemos estado”. Esta frase de Ricardo Piglia parece resumir el proyecto narrativo de Carlos Fonseca, un universo narrativo entrópico en que un elemento de desorden puede llevarnos a postular cualquier orden. O, como diría la cultura tradicional con respecto al destino, o quizá Borges, todo está escrito, el asunto es que no lo sabemos.

Todo relato contemporáneo –también diría Piglia– implica un secreto; por lo tanto, develar un secreto. O también, diría Carlos Fonseca, implica “el horizonte de los eventos”, “esa línea límite cercana a un agujero negro, en donde la velocidad de escape es idéntica a la velocidad de la luz. Así, todo fenómeno que estuviese más allá del horizonte era imperceptible para un observador externo y viceversa. Como un nido de hormigas…”.

Si Borges postuló el laberinto como imaginario de la posmodernidad –aún sin inventarse–, que aunque esté en ruinas es finalmente un orden –abolido, absurdo, desconocido, pero un orden al fin–, Fonseca propone el rompecabezas como modelo narrativo o desnarrativo en esta novela de novelas que es Museo animal. O también propone el inquietante “nido de hormigas”, en la que cada hormiga es un nido, una red textual, una trama de tramas, estratagemas y significados que se entrecruzan.

La modernidad transformó la naturaleza en paisaje, por lo tanto en cultura; la hipermodernidad en un museo ahistórico de hechos históricos o, más precisamente, en una colección –en cuanto implica la reducida redención de un acto individual: colectar– o en un catálogo cuyo manual de instrucciones se ha perdido, como en la última escena del Ciudadano Kane, de Orson Welles, o, por supuesto, en una novela de W. G. Sebald.

Puede ser que catálogo sea más adecuado por sus implicaciones tanto comerciales como sebaldianas y museísticas, en el sentido en que Terry Eagleton define la literatura como “amplios repertorios de significados, algunos de los cuales incluso varían a medida que cambia la historia (el contexto histórico)… bases capaces de generar un elenco completo de significados posibles. No se trata tanto de que contengan significado, sino de que lo generen. (…) Son transacciones, no objetos materiales. No hay literatura si no hay lector”.

Las posibilidades de la historia

El acto escritural no consiste en contar una historia preexistente sino en explorar la posibilidad de una historia, lo que nos lleva a contar todas las historias posibles a partir de una figura –rompecabezas, quincunce de cuatro puntos, agenda de hechos que no sucederán–, y en buscar lo que José-Carlos Mainer llama, a propósito de Sebald, el “hallazgo del sentido de las cosas”, en que “nada nos es ajeno en la tupida red de la causalidad histórica”.

Lo que Carlos cuestiona no es el acto de narrar en sí, sino el sentido, el encaje de las piezas del rompecabezas, la “figura en la alfombra” del relato homónimo de Henry James –que también es una trampa–, el engranaje final del reloj del mundo. Sin embargo, me atrevo a sugerir que si Bolaño avanzaba horizontalmente, en esta suerte de escritura digresiva, Carlos lo hace verticalmente, por acumulación de residuos significativos que no elaboran una metáfora eficiente. O lo hace a partir de “una arqueología privada”, en palabras de Sebald.

Aunque está hecha de fragmentos, su escritura no es fragmentaria sino fractal. En Fonseca, el fragmento no son partes de un todo, porque el posmundo del autor desconfía de una totalidad que le es ajena e imposible. Más bien, el fragmento es la única partícula de un todo incompleto al que se puede acceder, aunque sea parte de un universo narrativo expansivo.

En la literatura clásica, un pequeño fragmento, concebido como una totalidad, reflejaba un universo de referencias –una enciclopedia cultural– propia, apropiada y jerárquicamente dispuesta. El posmundo contemporáneo –el mundo ya no es el cosmos u orden universal para los griegos– opera al contrario: en Borges, narrar es completar un rompecabezas de piezas infinitas; en Fonseca, las piezas, que asumen formas animales –un quincunce en las alas de una mariposa, por ejemplo–, genealogías de antepasados inexistentes o “hipótesis de lectura”, no completarán nunca el acertijo.

Por eso, el narrador plantea como un leitmotiv la pregunta: ¿farsa o tragedia?, justamente porque no hay respuestas. O, las respuestas son las preguntas. O, como dijo Marx, corrigiendo a Hegel, la historia está condenada a repetirse, primero como tragedia, luego como farsa. Cualquier parecido con Latinoamérica es meramente circunstancial. O con Hugo Chaves. O con Maduro. O como una matriuska de la perestroika en que Lenin terminaba convertido en Gorbachov y ahora en Putin, después de una sucesión de máscaras como comprimidos agujeros negros. Esa matriusha narrativa es un poco Coronel Lágrimas, pero también el Subcomandante Máscara –quise decir Marcos– citado en Museo animal.

Pero esta pregunta, ¿farsa o tragedia?, también se refiere al acto mismo de narrar y a su posible significado. ¿No es cierto que toda obra literaria es de algún modo una farsa? ¿Una farsa que puede ser leída como tal, como ficción, o que puede substituir a la realidad trágica? ¿No es la realidad, de una cierta manera, un efecto de realidad de todo lo que hemos escrito sobre ella? ¿Y cómo se produce la realidad si no es a través de los discursos que producimos y que transforman la realidad? ¿Y de qué modo estos discursos no la sustituyen?

Un hilo digresivo

Museo animal es un homenaje a Sebald y al azar como motor de la historia –real y ficcional–, a sus entreveradas tentativas de contar una historia, en esa operación que el escritor alemán describió como “un perro en medio de un descampado, (cuando) le asalta un olor que le conduce a algo desconocido y que empieza a buscar desesperadamente por caminos de lo más erráticos”. En la novela de Fonseca, como en las de Sebald, también abundan referencias a la historia familiar, el exilio –de Costa Rica/Puerto Rico a Nueva York/New Brunswick–, las ciencias básicas, la indagación especulativa, la estética, la pintura, la fotografía y las travesías reales o imaginarias –que son igual de reales–.

Especulo, en una “hipótesis de lectura”, que la diseñadora Giovanna Luxembourg homenajea y de algún parodia a Jacques Austerlitz, protagonista de la novela homónima de Sebald. La realidad narrada nunca es directa, nos lleva por medio de un hilo digresivo en que encontramos la esencia –si tal cosa puede existir en el siglo XXI– del estilo de Fonseca, en el que se encuentra con algo que podríamos llamar la existencia, y que surge “de la niebla cotidiana anodina”. Los hechos, por supuesto, ya lo sabemos, no existen, solo la imprecisa interpretación de los hechos.

En esta novela hiperreal, Fonseca pretende realizar el programa que Borges anuncia famosamente cuando imagina una cartografía tan real que está hecha a escala del objeto representado. O, como diría el filósofo polaco Korzybski, “la palabra perro no muerde, el mapa no es el territorio”. En Museo animal, Fonseca invierte esta relación e intenta reconstruir la secuencia rota de sus interpretaciones sobre lo real para acercarnos a “una hipótesis de lectura, libreta de escenarios posibles, libreta de historias para el insomnio, de narraciones patinando sobre el vacío” que nos conduce a lo que el narrador llama “la frontera invisible”.

En la frontera invisible, “alguien puede estar mirándonos por una ventana sin que lo sepamos. Detrás de esa posibilidad se esconde el origen de la ficción”. En esa otra ventana que se abre a la incertidumbre de un laberinto infinito de miradas/ventanas secretas, Fonseca deshilvana una trama familiar a partir de una varia invención de elementos disímiles: el arte contemporáneo, el simulacro, la impostura, las máscaras, el insomnio como imagen del artista, el mimetismo/canibalismo como imagen del novelista contemporáneo.

Según una leyenda urbana, García Márquez dijo que se necesitaba de una beca para leer la novela Terranostra de Carlos Fuentes. No es el caso de Museo animal, que sí requiere, sin embargo, de una interpretación atenta y rigurosa que se nos escapa en esta lectura urgente. Estamos, sin duda, ante una obra mayor de la nueva literatura latinoamericana; su impacto, como un relámpago en el horizonte que hace demorar el inminente trueno, o las paulatinas vibraciones de un movimiento telúrico, se hará sentir poco a poco con transformadora contundencia.