La arquitectura en barro: historia de nuestras casas de adobe

Aunque hoy no asociemos su imagen a la vida urbana de Costa Rica, la casa de adobe fue parte de ella por derecho propio

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Fue tras la Independencia, que empezaron a llegar a Costa Rica extranjeros en el sentido estricto, súbditos británicos entre los primeros. Uno de ellos fue John Hale, quien en 1825 celebró un contrato de colonización con nuestro novel gobierno.

De su paso por aquí dejó el viajero un detallado relato, en el que anotó: “Villanueva o San José, la capital de la provincia, está en un extenso valle o planicie, y su situación es una de las más hermosas del mundo” (Seis meses de residencia y viajes en Centroamérica).

Lo que vio John Hale en Costa Rica

Para ese momento, San José contaba en su jurisdicción con 15.472 habitantes y 2.882 casas; una buena cantidad de ellas construidas tal y como describió el inglés las de la vieja metrópoli: “Las casas consisten en un piso bajo únicamente, cuyas paredes están hechas de adobes o ladrillos de una arcilla que parece tierra, que mezclan con césped picado o bagazo de caña de azúcar, haciéndola pisar por bueyes para que estos ingredientes se amalgamen bien.

“Luego hacen ladrillos de dos pies de largo por unas doce pulgadas de ancho y cuatro o cinco de grueso, que ponen a secar al sol y duran setenta u ochenta años cuando están bien hechos. Las puertas, las ventanas y los techos son de cedro y estos con tejas. (…)

“Las ventanas son iguales a las que se usan en la mayor parte de los países de la América española: una reja de barrotes torneados colocada en un marco con una, dos o tres hileras de travesaños, según la altura de la ventana. (…)

“Las paredes interiores de las casas son enlucidas, encaladas o pintadas a la aguada (…) y algunas veces se añade el embellecimiento de algunas láminas extranjeras ordinarias o de cuadros al óleo”.

Adobe es palabra de origen árabe que significa ladrillo sin cocer, y es la pieza esencial de una de las técnicas constructivas más antiguas de que se tenga noticia. Así, se han rastreado edificaciones con tales ladrillos en los primeros asentamientos semiurbanos, propios del período neolítico.

Aunque dicha técnica también era conocida en la América prehispánica, aquí llegó de la mano del ancestro español, pues se hallaba presente en toda la cuenca del Mediterráneo. Sin embargo, el resultado de su aplicación, como en todo el Nuevo Mundo, fue una arquitectura de barro que tomó características propias de cada lugar.

Fueron esas variaciones de un mismo tema, al irse perfeccionando y enriqueciendo con el devenir del tiempo, las que materializaron al cabo una manifestación más del mestizaje cultural hispanoamericano: la casa de adobes.

Las casas de la villa

Para 1825, de aquellas 15.472 almas, se calcula que apenas una cuarta parte vivía en el cuadrante josefino. La incipiente ciudad, por lo tanto, debe haber tenido acaso unas 700 viviendas, repartidas en unas 36 manzanas, cuadradas, aunque no muy regulares.

Para obtener el barro necesario para los adobes con que se construyeron esas casas, desde mediados del siglo XVIII los vecinos habían recurrido a un sitio ubicado al noreste de la aldea; cuyos suelos arcillosos fueron excavados a tal punto, que con el tiempo se formó allí el llamado Pozo de Villa Nueva.

Los cimientos se hacían de piedra de río mezclada con barro, o de piedra mezclada con cal y arena (calicanto), vertido todo en una zanja. Una vez nivelado dicho asiento, hilada a hilada se levantaban los muros de adobes; y en los lados en que fueran a quedar expuestos a las lluvias, se ensanchaban para dar paso al zócalo o repisón.

Las paredes del volumen así levantado se protegían con un repello mezcla de barro, paja y boñiga, llamado empañetado o enlucido. Luego se le daba acabado con cal y almidón diluidos en agua, a modo de pintura, algo que por fuera daba atractivo y por dentro brindaba mayor claridad al ambiente.

La madera para la estructura del techo, columnas y barandas, así como la de puertas y ventanas, sus marcos y dinteles, se obtenía en las cercanías de la aldea, donde eran abundantes las especies maderables de buena calidad. En esos bosques, los llamados carpinteros de montaña, por medio de cuñas, hacían de los árboles las piezas necesarias.

Lo mismo sucedía con la llamada “caña de Castilla” que soportaría el tejado, cuyas cepas se encontrarían en las riberas de los cercanos cuan numerosos ríos y quebradas del valle josefino. El mismo caso sería el del cordel extraído de la corteza del árbol de burío, que serviría para fijar esa caña al maderamen.

Las tejas de barro cocido para la cubierta de techo, por su parte, se producían en Cartago, al menos, desde principios del siglo XVII, en el sitio llamado, no en el balde, El Tejar. De un lugar del mismo nombre, en las afueras de San José, se tiene noticia desde el último cuarto del siglo XVIII.

Casi con toda seguridad, ahí también se producía el ladrillo cuadrado para piso, o petatillo. Eso sí, de dicho material serían los pisos de ciertas áreas de las casas de los vecinos pudientes, mientras que otros aposentos podían tener el piso de tablas.

Las casas de los pobres, casi sin excepción, tendrían el piso de barro apisonado y el de sus corredores sería empedrado; y muchas veces, además, su techo sería de paja y no cubierto de tejas. Pero ni unas ni otras casas prescindirían de un cerco o predio trasero, una troja o especie de bodega, un excusado y un pozo de agua.

Hacia la desaparición de las casas de adobe

Para construir esas casas era necesario contar con especialistas, albañiles unos y carpinteros otros; los primeros encargados de la mampostería de barro y los segundos del maderamen descrito.

Por esa razón, contrario a lo que se ha sostenido a veces, la participación del propietario, su familia y sus vecinos, sólo se daría en labores no especializadas. Tareas complementarias serían aquellas, como las de acarreo de materiales o la de batir el barro con los pies, pero no más.

Con seguridad, para principios del siglo XIX los recursos provenientes del monopolio del cultivo de tabaco (impuesto en 1766), facilitaron el obtener los servicios de esos artesanos. Venidos de Cartago o de la misma Nicaragua, estos dieron un más lucido aspecto a nuestro mediterráneo villorrio.

La mayoría de las manzanas josefinas empezarían a contar entonces con casas mejor construidas; de anchos muros encalados todas ellas y algunas con la banda inferior de color oscuro, para disimular la suciedad producida por el salpique del agua al llover.

Por dentro, una vez más, serían espaciosas las de los pudientes y más estrechas las de los pobres; con corredor al frente algunas, pero la mayoría con el corredor hacia adentro, dando a veces a un patio empedrado. Hasta ahí, poco más o menos, lo que tuvo que haber visto Hale en su visita a San José.

Porque a partir de entonces, el desarrollo del capitalismo agrario y la riqueza producida por el cultivo del café, permitió a los josefinos un paulatino cambio en los patrones de consumo; o al menos a aquellos podían darse ese lujo.

Sus casas de adobes, en consecuencia, empezaron a sufrir, más que una transformación, una especialización interna: aparecieron las salas como reflejo del hall inglés; lo mismo que otros aposentos se destinaron a dormitorios en forma exclusiva. Llegaron los vidrios, nuevos accesorios y se amplió el menaje.

Aquel fue un proceso continuo hasta la década de 1880, cuando, al igual que las principales ciudades de Hispanoamérica, se adentró San José en la modernización urbana. Con ella llegaron a la ciudad técnicos extranjeros en diseño y construcción, al tiempo que nuevos materiales y técnicas constructivas empezaron a sustituir a los coloniales adobes.

Por último, para 1910, con la destrucción de Cartago por el terremoto del 4 de mayo, la construcción con adobes fue prohibida en las principales ciudades del Valle Central. En el casco urbano capitalino, por ejemplo, tras el terremoto del 4 de marzo de 1924, desapareció la mayoría de las que quedaban.

Por esa razón, al final de esa misma década, tuvieran nuestros pintores que ir a buscar las casas de adobes a los pueblos o a los campos; donde, lejos del control estatal, la tradición se había mantenido unos años más.

De ahí, también, que no asociemos su icónica imagen a la vida urbana; a la que un día perteneció por derecho propio, nuestra mestiza casa de adobes.