Guido y Flora: La infancia domesticada y retratada en una excepcional pintura

La familia del artista Enrique Echandi Montero le donó el Museo de Arte Costarricense un retrato que él hizo de sus hijos. Aquí la historia de esta obra y un análisis de lo que vemos en la pieza

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El retrato de los niños Guido y Flora Echandi es, sin duda alguna, la más singular y misteriosa pintura realizada por Enrique Echandi Montero (1866-1959).

Extraordinario desde todo punto de vista, se trata del único retrato de Echandi en el que los personajes figuran al aire libre y delante de un paisaje.

Los ricos vestuarios y ornamentos contrastan diametralmente con la sobriedad usual de sus demás pinturas y el gesto inexplicablemente angustiado de los pequeños convierte a la obra en una rara excepción, no solo en la pintura de Echandi, sino en la representación de la infancia en la tradición clásica occidental.

El doble retrato de los hijos del pintor fue realizado en 1899, cuando Guido tenía 7años, y su hermana Flora, apenas 5.

Para 1892, año de nacimiento de Guido, Echandi se había instalado en Costa Rica en compañía de su esposa, la pianista Elisa Katarina Maukisch (conocida como Elsa), luego de sus años en Alemania estudiando dibujo y pintura. Guido y Flora nacieron en San José, y su tercera hija, Moraima, no nacería sino hasta 1900, un año después de la ejecución de esta obra.

La mayoría de retratos al óleo que pintó Echandi son posteriores a 1900; el de sus hijos es uno de los primeros y el más elaborado de todos.

Se trata en efecto de una pieza especial: un retrato aristocrático de tradición europea. Y siguiendo esta tradición, ninguno de los elementos incluidos es casual: todos son cuidadosamente seleccionados por el artista para comunicar con precisión las cualidades y circunstancia de las personas. Así, la escenografía, las vestimentas y los adornos se transforman en atributos o referentes que nos brindan información sobre los personajes.

El estudio de estos detalles es una herramienta fundamental de la historia del arte y se le denomina análisis iconográfico. Veamos, entonces, cómo retrató Enrique Echandi a sus hijos en esta pintura.

Los niños Echandi

En la pintura, Guido y Flora aparecen en la esquina de un balcón delimitado por una balaustrada de piedra, ambos sobre un escalón cubierto por una piel de animal con pelo blanco, largo y lustroso.

Guido está en una curiosa posición, apoyado y sentado a medias sobre la balaustrada, las manos detrás del cuerpo y la mirada fija en el espectador, con un gesto de melancólica seriedad, aunque erguido y con el cuerpo dispuesto hacia el frente.

Flora aparece a la derecha de su hermano, sentada en la grada con las manos juntas sobre el regazo, los dedos cruzados, formando una barrera delante del torso. Su cuerpo, completamente cubierto por un generoso vestido, pareciera recogido en una extraña postura que parece encoger innaturalmente sus piernas. La cabeza de la niña está vuelta en el sentido de su mirada, hacia arriba, observando algo fuera de la escena, más bien en una contemplación evasiva del espectador.

El gesto de Flora es particularmente intrigante no solo por la intensidad miedosa de su mirada, sino por la razón de esta preocupación, que escapa a nuestro conocimiento, y que parece más asimilable a un gesto propio de pinturas piadosas que de retratos infantiles.

Eugenia Zavaleta, en su texto Continuidad y ruptura. Dibujos y pinturas de Enrique Echandi, publicado por el Museo de Arte Costarricense en el 2003, apuntó la particularidad con que el artista aborda las miradas femeninas y masculinas en sus retratos: “mientras las miradas frontales del varón y su misma representación apuntan que la figura masculina actúa, las mujeres contemplan en forma oblicua como una presencia pasiva…”.

Esta constante en la obra de Echandi encuentra su lugar en el retrato de sus hijos, en el que Guido asume la postura dominante o activa, y Flora, por su parte, una actitud retraída y contemplativa, materializando atributos de género propios de la concepción de la época y del pintor.

Los elegantes trajes de los niños, extravagantes para la moda costarricense de la época, no solo comunican al espectador el especial estatus social de su familia, sino que se convierten en un pretexto para distintos recursos plásticos del artista. El traje de Guido, de un paño marrón aterciopelado, aparece ornado con delicadas perlas y botones dorados; el vestido de Flora, bordado de encajes, y su sombrero, adornado con flores y hojas de seda.

La balaustrada sobre la que se apoya Guido da cuenta de una arquitectura particular que no es aquella de las barriadas, sino de las casas de la burguesía josefina de final de siglo.

Detrás de ella se asoman, a la izquierda, las copas de algunos cipreses mediterráneos y un árbol de poró, apenas distinguible por su tronco amarillo y algunas pinceladas de carmín que insinúan sus inflorescencias. Ambas especies eran comunes en barrio Amón, donde estaba la casa de la familia Echandi.

A la izquierda del niño, un vaso cerámico con bajorrelieves sostiene una planta de begonia, especie ornamental popular en Costa Rica. Si bien esta planta no tiene ninguna significación especial, las flores colocadas sobre la piel a los pies de Flora sí la tienen: las rosas son atributos femeninos por excelencia; las de color rojo simbolizan la vida piadosa (representando la Pasión de Cristo) y las blancas representan la pureza. Las flores blancas de zacate estrella (similares a las flores de narciso) y otros botones vegetales, al igual que la piel blanca de animal, hacen eco a la idea de la inocencia de la niñez.

Un ideal distinto

La suma de los elementos iconográficos nos rinde cuenta de una particular representación de la infancia: son niños de especial estatus social, con actitudes de género claramente definidas. Aunado a la rigidez de sus posturas, evoca la idea de la infancia domesticada.

Es decir, contrario a la niñez libre, espontánea y juguetona que Echandi representa en sus innumerables dibujos a plumilla, la infancia de este retrato responde a un ideal distinto: aquel de la pintura donde el control del cuerpo del niño, entendido como la restricción de su impulso pueril, representa parte de su educación.

Luego de seis años pasados en Alemania, primero en la Academia de Pintura, Dibujo y Arquitectura de Leipzig y, posteriormente, en la Real Academia de Bellas Artes de Múnich, Echandi conocía con detalle las distintas escuelas europeas de pintura.

Aunque ya para los años 1880 en Alemania y en el resto de Europa estaban en boga distintas tendencias modernas contrarias al academicismo, el ejercicio de Echandi sobre lienzo –porque sus dibujos a plumilla cuentan otra historia– fue decididamente encausado dentro de la norma clásica: el dibujo prima sobre el color y la representación es naturalista, con una estructura básica sólida.

Sin embargo, más allá de sus decisiones netamente plásticas, la observación de la pintura europea permeó a Echandi con un ideario específico también sobre la naturaleza de la infancia, o al menos sobre su debida representación.

El niño en la pintura

El retrato infantil aristocrático ejercitado por pintores europeos –particularmente de la escuela inglesa– en el siglo XIX hereda un ideario conformado durante más de cuatro siglos: de la pintura dinástica a la infancia educada del Siglo de las Luces.

A principios de la época moderna (hacia el siglo XV), hay una multiplicación sin precedentes del retrato infantil en Europa, que tuvo un retraso considerable con respecto a las obras sobre adultos.

El retrato es un objeto de lujo reservado a la élite. Privilegio de reyes, aristócratas y mercaderes solventes es un medio de legitimación social y de manifestación del poder. Los mecenas y clientes de los artistas más importantes se ven reflejados con atributos simbólicos de su estirpe (heráldica, animales y plantas alegóricos, medallas y anillos de familia), de sus hazañas militares (espadas, mapas e instrumentos de estrategia) y de su posición económica (joyas y ricos vestidos).

El retrato infantil se inscribe en esta lógica como un objeto de representación familiar que muestra la perpetuidad de una dinastía. Sin embargo, no se trata de una celebración de la persona, como en el caso de los adultos, sino de un testimonio de la continuidad y del poder familiar.

De manera general, los pequeños aparecen acompañando a un adulto y las obras en las que el niño está solo forman parte de un dispositivo de exposición más complejo, constituido por un conjunto de retratos de varios miembros de la familia. Las grandes excepciones a esta regla son los retratos de príncipes y princesas, destinados a viajar a otras cortes reales o nobles con el fin de pactar acuerdos de matrimonio.

El Siglo de las Luces (con el pensamiento de la Ilustración, en el siglo XVIII) abrió paso a un renovado interés por la cuestión pedagógica de la infancia y, con esto, se modificó la manera en que se representaba a la infancia en el arte.

El niño, hombre y ciudadano en potencia, ocupaba un lugar privilegiado en la reflexión filosófica de la época. Emile o De la educación, de Jean Jacques Rousseau (Paris, 1762), y Algunos pensamientos sobre la educación, de John Locke (Londres, 1693), constituyen los tratados fundamentales sobre el “arte de educar” en el siglo XVIII.

Para Locke, la instrucción da forma a la persona y es capaz de desarrollar el cuerpo y la mente de un niño a su máximo potencial de capacidades. Esta hipótesis es en el siglo XVIII una postura que se rebela contra los modelos pedagógicos cartesianos y agustinianos, en los que reina el principio del conocimiento innato (donde se nacía teniendo ya el conocimiento del mundo, y este se recordaba y afinaba con el paso del tiempo).

En Emile, Rousseau explica la educación como un procedimiento de inserción del hombre natural a la sociedad, que le permite desarrollar sus talentos, interactuar con propiedad y conservar su bondad innata. El ejemplo de Emile es aplicable a niños de todos los estratos sociales; su objetivo es educar al ciudadano, por ende, a todos los ciudadanos. La educación es un valor social y una necesidad cívica.

Esta reflexión tuvo importantes repercusiones en los modelos pedagógicos de los siglos posteriores, pero también en la manera en que la infancia fue representada por los artistas. El niño no es un adulto incompleto, sino un ser en formación, pero dotado de interioridad intelectual y debe ser forjado para convertirse en un buen ciudadano.

El cuerpo político

El retrato infantil de la aristocracia, en el siglo XIX, hereda algunos códigos de la pintura dinástica y, al tiempo, refleja la importancia de la educación como atributo primordial del niño.

El retrato de Guido y Flora Echandi se inscribe dentro de estos dos paradigmas: por una parte es una representación de estatus y de continuidad familiar y, por otra, funciona como una apología de la infancia controlada. Este control se ejerce no solo sobre la vestimenta, sino también sobre la postura, actitud y atributos de género.

Y si a primera vista nos aparece como una imagen de postal algo edulcorada, su revisión detenida nos permite entender la complejidad en la representación de estos niños cuyo cuerpo es político, restringido, amaestrado y representado según la voluntad del adulto. Después de todo “pintar la infancia es fabricarla”, escribe Emmanuel Pernoud, estudioso de la niñez en la pintura.

Guido Echandi murió de tuberculosis a los 27 años, mientras estudiaba violín en Alemania. Por su parte, Flora le heredó la pintura a su hija Flory Carranza, nacida en 1922 y fallecida en 1999.

Los nietos de ella, la familia Balma Carranza, decidieron legarle la obra al Museo de Arte Costarricense, donde ha pasado a formar parte del patrimonio de Costa Rica para el conocimiento y disfrute de sus ciudadanos.

Para ver de cerca esta pintura

El Retrato de Guido y Flora Echandi será presentado en la exposición Nuevas adquisiciones, una selección de las obras que entre 2016 y 2018 han pasado a formar parte de la colección del Museo de Arte Costarricense. La muestra será inaugurada el jueves 3 de mayo, a las 7 p.m.