Esparza tiene una lápida para un médico heroico

Un monolito conmemorativo recién develado en el cementerio de Esparza honra la memoria y el legado del alemán Karl Hoffmann, destacado médico durante la Campaña Nacional contra los filibusteros, así como de su esposa Emilia

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En la hermosa mañana del 7 de diciembre, de sol radiante y cielo impecablemente azul, casi 60 ciudadanos nos congregamos en el cementerio de Esparza para rendir un merecido tributo a un médico alemán que hizo de Costa Rica su segunda patria.

Al respecto, cabe destacar que pocos días antes de morir, e imposibilitado de escribir debido a una crónica enfermedad, en Puntarenas él pudo dictar una estremecedora carta de despedida para su amigo, el presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, en la cual le expresaba que: “Yo también, aunque nacido en un suelo muy distante, pero agradecido a la República que tan benignamente me acogiera, no puedo menos que desear su engrandecimiento, su felicidad”.

De nombre Karl Hoffmann Brehmer, y nacido en 1823 en la ciudad de Stettin, Alemania, estaba dotado de una mente talentosa y realmente brillante. Ello le permitió graduarse como médico en la muy reputada Universidad de Berlín, con apenas 23 años de edad; por cierto, fue discípulo del eminente científico Rudolf Virchow —proponente de la Teoría Celular—, de quien sería amigo por siempre. Asimismo, como también le interesaban mucho las plantas, los animales y los volcanes, eso le permitió interactuar en Berlín con el insigne naturalista Alexander von Humboldt, el más grande explorador del trópico americano.

Desde entonces, el magnetismo de la naturaleza tropical lo atrajo con inusitada fuerza, al punto de que un venturoso día, junto con su colega Alexander von Frantzius y las esposas de ambos, decidieron emigrar hacia Costa Rica, donde estaba en gestación una colonia alemana. Arribaron a San José en enero de 1854, después de que su barco fondeara en San Juan del Norte (Greytown), en el Caribe nicaragüense, y junto con varios coterráneos se aventuraran a atravesar a lomo de mula las muy lluviosas y peligrosas selvas de Sarapiquí.

En los meses subsiguientes, Hoffmann instaló un consultorio y una botica frente al actual Parque Central, desde donde su altísima calidad profesional lo hizo granjearse pronto una creciente clientela. Asimismo, en su tiempo libre, se dedicaba a recolectar plantas y animales, y lo hizo con tal dedicación que pudo remitir unos 3300 especímenes a los museos de Berlín; entre ellos había muchas especies nuevas para la ciencia, de las cuales 38 fueron bautizadas en honor suyo, como sucedió con el perezoso de dos dedos (Choloepus hoffmanni) y un pájaro carpintero (Melanerpes hoffmannii). Además, en 1855 pudo escalar los volcanes Irazú y Barva, de cuyos ascensos escribió excelentes relatos.

Sin embargo, para fines de ese año, la apacible cotidianidad se empezó a enturbiar, con la noticia de que el país podría ser invadido desde Nicaragua por el ejército filibustero de William Walker, apoyado por poderosos sectores de los estados esclavistas del sur de EE. UU. Y bastarían unos tres meses para que la amenaza se tornara inminente e inevitable, ante lo cual, el 1° de marzo de 1856, don Juanito Mora llamó al pueblo a las armas.

Ese mismo día, don Juanito recibió una lacónica pero sincera carta de 35 alemanes residentes en San José, en la que ofrecían ir a defender a Costa Rica, lo que él acogió de muy buena gana. Tan fue así, que nombró a varios de ellos en el Estado Mayor del Ejército Expedicionario, entre quienes —gracias a su bien ganado prestigio—, figuró Hoffmann como cirujano en jefe. Sin duda, fue una decisión muy acertada, pues Hoffmann, junto con cuatro médicos colaboradores (Cruz Alvarado Velazco, Andrés Sáenz Llorente, Fermín Meza Orellana y Francisco Bastos Reina) y un ayudante (Carlos F. Moya), pudo salvar la vida de los 32 heridos de la batalla de Santa Rosa y los 300 heridos de la de Rivas. No obstante, tan esmerada y eficiente labor se vio opacada con la aparición y diseminación de la bacteria Vibrio cholerae, causante del cólera morbus.

A pesar de que por aquel entonces los microbios no se habían descubierto y las enfermedades infectocontagiosas se imputaban a otros factores, para Hoffmann el cólera no era algo nuevo. De hecho, durante la tercera pandemia mundial de dicha enfermedad, en 1848-1849, en Berlín él había trabajado en un sanatorio específico para enfrentar dicho mal, donde incluso realizó investigaciones para buscar alguna sustancia curativa.

Esto explica que, cuando las tropas fueron repatriadas a Costa Rica y el bacilo se diseminó con gran celeridad entre la población, hasta provocar una epidemia, él divulgó por la prensa algunos consejos para combatir tan serio padecimiento. Entre ellos, citaba un preparado que llamó “medicina anti-colérica”, que consistía en una mezcla de gotas amargas con un licor fino. Puesto que hoy se sabe que licores como el coñac o el vino matan al bacilo en menos de un minuto, sin duda que esta bebida libró de la muerte a muchas personas.

Tan abnegado e incansable fue Hoffmann durante esa devastadora epidemia, que ello hizo mella en su salud. Y fue así cómo, conforme transcurrieron las semanas y los meses, su cuerpo empezó a manifestar síntomas graves e irreversibles: debilidad, abotagamiento, rigidez en las extremidades y pérdida de movilidad. Esto le impedía ejercer como médico, por lo que don Juanito logró que el Congreso lo beneficiara con una pensión de 50 pesos mensuales, a partir del 1º. de marzo de 1858.

En tal estado de postración aprovechó la estación seca de 1859 para mudarse a Puntarenas, con la esperanza de que el clima cálido de esa ciudad portuaria podría mitigar su afección. No obstante, apenas llegando allá, donde recién había empezado una epidemia de tifoidea, su esposa Emilia se contagió con la bacteria (Salmonella tiphy) causante de este padecimiento. Al final, su compañera de vida falleció el 12 de febrero; tan lamentable hecho lo devastó y, víctima de la depresión, él murió tres meses después, el 11 de mayo, con apenas 35 años de edad.

Enterrados juntos en el cementerio de Esparza, con los años su morada final cayó en el olvido y el abandono. No fue sino 70 años después, en 1929, en el gobierno de don Cleto González Víquez, que se exhumaron los restos de ambos, se les depositó en una pequeña caja mortuoria y se les trasladó a San José, a raíz de la inauguración de la estatua de don Juanito, frente al edificio de Correos y Telégrafos, efectuada el 1º de mayo de 1929. Dos días antes, seguidos en cortejo por miles de ciudadanos, se le inhumó en el Cementerio General, nada menos que con honores de General de Brigada.

Ahora bien, aunque dicho reconocimiento fue más que merecido y oportuno, al trasladar los restos a la capital, en el cementerio de Esparza no quedó ninguna evidencia de que ahí estuvieron sepultados los esposos Hoffmann. Por tanto, recientemente algunos patriotas tomamos la iniciativa de colocar una lápida o monolito conmemorativo, en el costado norte de donde estuvieron enterrados ellos, ya que el sitio original está ocupado hoy. Asimismo, se acordó hacerlo el día del bicentenario de su nacimiento.

Concebido por la Asociación Morista La Tertulia del 56, este proyecto contó con el inmediato y eficiente apoyo de la Municipalidad de Esparza, así como de la Cátedra Juan Rafael Mora Porras, de la Universidad Técnica Nacional (UTN), en su sede del Pacífico, en Puntarenas. Asimismo, para tan importante ocasión, la Editorial Tecnológica —del Instituto Tecnológico de Costa Rica— publicó el libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional, del autor del presente artículo.

Y fue así como, en la mañana del pasado 7 de diciembre, se develó una sobria y grande lápida de molejón rosado —obra del diestro marmolista josefino Manuel Antonio Coto Astorga—, para honrar la memoria y el legado del Dr. Hoffmann, al igual que los silenciosos pero importantes aportes de su amorosa y sacrificada esposa Emilia.

En la lápida quedó grabada la siguiente inscripción: Aquí estuvo por 70 años / (1859-1929) / Karl Hoffmann Brehmer / Cirujano Mayor del Ejército en la Campaña Nacional, / junto con su esposa Emilia / La patria agradecida / En el Bicentenario de su natalicio / 7 de diciembre de 2023

Resulta pertinente indicar aquí que la frase “La patria agradecida”, que es sencilla pero de un profundo significado, proviene de la combinación de los epígrafes que portaban dos tipos de medallas con las que se condecoró a los soldados que combatieron en aquella epopeya patriótica: “Costa Rica agradecida” y “La patria reconocida”; asimismo, aparece tal cual en la estatua de don Juanito en la capital. Porque, en efecto, esos soldados —al igual que el Dr. Hoffmann—, tuvieron la valentía, el coraje y el arrojo para, a pesar de incontables adversidades de todo tipo, librarnos de la esclavitud que Walker se proponía imponernos con las armas, a la vez que reafirmaron nuestras libertad y soberanía.

Es oportuna una digresión para destacar que en su libro Los soldados de la Campaña Nacional (1856-1857), el amigo historiador Raúl Arias Sánchez documenta que en la Campaña Nacional participaron siete esparzanos, cuatro de los cuales perecieron en Rivas. De los otros tres (Simón Galiano, Pedro Obando Arce y Joaquín Vega Zúñiga) se ignora si permanecieron residiendo en Esparza, y si fallecieron y fueron enterrados ahí. Por tanto, la colocación de la citada lápida cobra aún mayor relevancia, dado que el camposanto de Esparza fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico, en 1992, y es a partir de ahora el único hito asociado con la Campaña Nacional.

Para retornar al acto conmemorativo, esa mañana decembrina, tras el solemne ingreso de las banderas de Costa Rica y Alemania —portadas por estudiantes del Liceo de Esparza—, se entonaron los himnos de ambos países, para después dar inicio a las alocuciones de Julio Leitón Badilla, Fernando Villalobos Chacón y Asdrúbal Calvo Chaves, representante de La Tertulia del 56, decano de la Sede del Pacífico de la UTN y alcalde de Esparza, respectivamente, así como de quien esto escribe. Cada discurso fue antecedido por oportunas acotaciones de carácter histórico de parte de Marcos Hernán Elizondo Vargas, destacado politólogo, historiador, educador y gestor cultural, quien fungió como maestro de ceremonias.

El culmen de la celebración se alcanzó cuando, con los acordes iniciales del himno A la bandera de Costa Rica por fondo, seis niños del Kínder Central de Esparza develaron la lápida. ¡Momento sublime, en el que esas manos infantiles desanudaban los lazos del lienzo con nuestra hermosa bandera, con el que estaba cubierta la lápida! ¡Momento de reverencia y gratitud para esa pareja de entrañables alemanes que, de una u otra manera, entregaron sus vidas por nuestra amada patria!

Para concluir, y como lo expresé al final de mi alocución, “confiamos en que este hermoso monolito soportará todo embate y estará aquí hasta el final de los tiempos. Pero, a la vez, quisiéramos que igualmente firme y duradera sea la memoria del Dr. Hoffmann y de su esposa Emilia, a quien tanto le debemos también. No obstante, es a nosotros a quienes nos corresponde preservar, honrar y divulgar su legado, como una inagotable fuente dónde abrevar, sobre todo en momentos en que —amenazada por foráneos o por malos hijos—, la patria nos convoque de nuevo en su defensa. Y, entonces, imbuidos de su ejemplo, que desde cualquier trinchera que ocupemos, podamos responder a su llamado, como el Dr. Hoffmann nos enseñó que se debe hacer”.

El autor es entomólogo, así como miembro de la Asociación La Tertulia del 56