'El color de la granada', poética y desconcertante obra maestra, se exhibe en el Centro de Cine

Este domingo 10 de junio (con repetición el viernes 29) se proyectará la película de Serguéi Paradjánov de 1969, un logro artístico único en la historia del cine

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“Tenía 39 años cuando un triste conjunto de circunstancias me obligó a venir a Ereván. Ahora tengo 42... Hace calor. Los melocotones están a dos rublos por kilo. Me sofoco en los multifamiliares y en habitaciones de hotel mal ventiladas, en compañía de cucarachas. Insto encarecidamente a que se prohíba Sayat-Nova y que me envíen de regreso a Kiev. Estoy dispuesto a abandonar el cine”, escribía Serguéi Paradjánov desde Armenia, tierra de origen de su familia.

El artista le escribía al comité fílmico soviético; le imploraba librarlo de una filmación desastrosa, una que desembocaría en uno de los largometrajes más desconcertantes, seductores y simplemente hermosos de la historia del cine.

No hay más que un puñado de películas previas a El color de la granada (1969) que se adelanten a su estilo radical; no hay demasiadas posteriores que se acerquen a su rigor formal. Sin embargo, con escasísimo dinero y la vigilancia constante de las autoridades culturales soviéticas, su proceso de creación fue caótico.

“Soy el hombre cuya vida y alma son tormento”, dice el protagonista de la película, Sayat-Nova (el Rey de las Canciones), también el título original del proyecto.

Se supone que el filme narra su vida, la vida real del armenio-georgiano Harutyun Sayatyan (1712-1795), el gran ashik del Cáucaso, su poeta cantor. En la visión caleidoscópica de Paradjánov, sus circunstancias son una excusa para el embeleso en el color, la textura, la forma y el ritmo de la tradición de su tierra.

Cine y poesía

¿Cómo describir El color de la granada? Es una serie de retablos vivientes, inspirados en la tradición de los iconos persas y rusos, que aplana la perspectiva y resalta los colores. Casi no hay diálogo, solo narración, y la música tradicional induce a un trance cercano al espiritual. La película es un rompecabezas cuya imagen final desconocemos.

Una a una, sus piezas se van fundiendo una en otra: el niño aprende de los libros; el niño se convierte en poeta, conoce el amor y la violencia (y a Dios, ambas en una); el hombre viaja por su tierra y susurra al oído de los amantes; el hombre es perseguido y sufre.

La vida del protagonista no se enmarca demasiado ni se explica. Más bien, se cuenta por medio de puestas en escena de las imágenes recurrentes en sus versos, indescifrables pero no por ello menos magnéticas.

Un espectador común, ignorante de la tradición poética de Armenia o de Georgia, se pierde de los matices de la palabra, pero se puede entregar al deleite en estos retablos, de belleza incuestionable y sugerente.

No por nada fue un filme maldito: no era solo que no cabía en el riguroso molde del realismo socialista, sino que recuperaba la lengua y la herencia de países subyugados por el control soviético. La gran aplanadora totalitarista se ensañó con el folclor de los pueblos de Ucrania a Siberia, pero no pocos resistieron en la transmisión oral y en los corazones de las aldeas.

A estas voces, Paradjánov les había dado un altavoz ya en 1964, con Caballos salvajes de fuego, su primer éxito internacional: es Romeo y Julieta en los Cárpatos, una suerte de etnografía psicodélica.

Paradjánov había renunciado a sus filmes previos tras ver La infancia de Iván (1962), de Andréi Tarkovsky –quien llamó al georgiano uno de los pocos “genios” del cine–. Su nuevo cine sería radical, entregado a la belleza, con humor y poesía como él, un hombre-canción, como lo describen algunos colegas de la época.

Cine y pintura

En esa línea, El color de la granada es éxtasis, ritual y poema. Un género desconocido hasta entonces, a decir del gran crítico Serge Daney: una “hagiografía filmada”.

Aunque al escuchar eso uno piensa en otra película extremadamente rigurosa, La pasión de Juana de Arco (1928), la cinta de Paradjánov se embelesa con las frutas reventadas de jugo, los senos empapados de lluvia, las páginas de libros antiguos mecidas por el viento.

La vida fluye en El color de la granada, no el castigo ni la muerte, aunque el poeta conocerá un final trágico, paralelo al de su patria. Eso fue parte, sin duda, de lo que no gustó a las autoridades: el sufrimiento del bardo se parece demasiado al de su pueblo, asesinado, sofocado, silenciado. El martirio armenio no cabía en los relatos oficiales de la utopía socialista.

Se denunció la obra de Paradjánov como un “formalismo” fuera de lugar. Se denunció al autor con una mezcla triste y cómica de crímenes, incluyendo homosexualidad, violación, robo de antigüedades...

Paradjánov fue encarcelado en 1973 y liberado cuatro años más tarde en absoluta pobreza. En total, pasaría 15 años sin hacer cine, hasta La leyenda de la fortaleza Suram (1985), que recupera algunos de los hallazgos de El color de la granada, como los retablos vivientes, la perspectiva aplanada y el simbolismo folclórico.

De muchas maneras, la obra de Paradjánov invita a reflexionar sobre las relaciones entre cine y pintura, no solo como mera referencia histórica o estilística, sino como forma de encuadrar y entender la imagen en sí.

En una dirección, la pintura de artistas como el pintor naïf georgiano Niko Pirosmani presta a Paradjánov elementos para jugar con la imagen fílmica (y como tema, en un corto documental; Pirosmani también fue homenajeado por el gran cineasta georgiano Giorgi Shengelaia).

En otra vía, se pueden apreciar los collages que Paradjánov empezó a hacer en prisión, sus “filmes comprimidos”, repletos de personajes, miradas cruzadas y un humor desbordado.

Otros cineastas han indagado en esta doble vía, como Pier Paolo Pasolini (en su Trilogía de la vida: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, 1971-74), Jean-Luc Godard con sus ensayos sobre la historia del cine y otros experimentos y, más recientemente, Andy Guérif, en Maestà. La pasión de Cristo (2015), que pone en movimiento el retablo del altar elaborado por Duccio.

Por encima de las referencias, el cine de Paradjánov sigue reacio a la explicación sencilla y la imitación. Son actos de amor demasiado complejos, elaborados en la estrechez económica y el éxtasis artístico, entre poesía impenetrable y cuento folclórico. A El color de la granada no hay que pedirle que nos revele sus secretos. Basta con que nos cante.

¿Cuándo y dónde?

El largometraje 'El color de la granada' (1969) se exhibirá el domingo 10, a las 4 p. m., en el Centro de Cine (detrás del INS en barrio Amón) y habrá un cineforo posterior a la proyección a cargo del autor de este artículo.

La película se repetirá el viernes 29 a las 7 p. m. Hoy también se mostrará el filme 'El espejo' (1975), de Andréi Tarkóvsky, otro cineasta cuyas obras crearon un universo visual propio y, a falta de mejor palabra, poético.