Damas con chales importados y campesinos descalzos: así vestía el Cartago de 1850

Durante esa época la ropa era un símbolo de estatus. Para las élites era importante vestirse de acuerdo a su personalidad y su estilo

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En el proceso de modernización, tanto de carácter infraestructural como cultural que experimentó la ciudad de Cartago a mediados del siglo XIX y los albores del siglo XX, la ropa se convirtió en un símbolo de distinción y de estatus. Cartago, gracias al auge del capitalismo agrario, era una ciudad bien surtida de productos de todo tipo que podían adquirirse en tiendas y almacenes. Una ferviente actividad bullía en sus calles y, era frecuente, el ir y venir de viandantes nacionales y extranjeros, merced a la construcción del ferrocarril al Atlántico.

Para las élites, no sólo importaba decorar con lujo el hogar, deleitarse con comida francesa o comportarse de una manera determinada, sino también vestirse a medida de su estilo y personalidad. En tiendas de modistas y sastrerías podía adquirirse indumentaria con esas exigencias. También adquirían accesorios importados y prendas listas para usar. Junto a estas transformaciones sociales, otras novedades que no podemos dejar de señalar fueron las que tuvieron lugar en torno a la diversificación de los servicios urbanos. Para mencionar sólo cuatro de los avances claves en el periodo de entresiglos XIX–XX: el telégrafo, el alumbrado eléctrico público, el alcantarillado y la macadamización de las calles.

El objetivo del presente artículo es hacer un recorrido de moda e indumentaria en Cartago, lo que no es superficial, porque como lo indica la investigadora argentina Claudia Ortiz Navarro, su manifestación exterior recoge las representaciones y elementos culturales de la sociedad que las sustenta. Y desde luego, es indispensable situar este tema dentro de la vida cotidiana en todos los niveles sociales cartagineses, para así profundizar en su comprensión.

La historiadora costarricense Lucía Arce, afirma que la indumentaria es un mecanismo regulador, que parte de criterios subjetivos y colectivos, pero que cumple un papel fundamental. De hecho, la indumentaria, la ropa, ha sido un fenómeno significativo en las sociedades modernas, debido a que forma parte de la cultura y expresa identidades que cohesionan o distinguen a las personas, según pertenezcan a determinado sexo, género, nacionalidad, clase social, oficio, profesión, entre otros.

La manera de exhibir los diseños de moda, ajuares, pañolones o chales bordados, de parte de la élite cartaginesa, era asistiendo a eventos o actividades de tipo religioso (Semana Santa, Año Nuevo, Pascua de Reyes o fiestas patronales), rezos, bautizos, casamientos, bailes (de familia o en los salones del Palacio Municipal), picnics (en la hacienda El Molino o en Aguacaliente o El Hervidero), conciertos y veladas artísticas o posando ante la lente del fotógrafo. Las fotografías de los miembros de la élite, por ejemplo, las de las familias Pirie, Jiménez, Oreamuno, Sancho, Gutiérrez, Espinach y Troyo, resaltan visualmente la idea de poderío económico y social, evidente, entre otros signos, por la indumentaria que usaban.

Las crónicas literarias y los relatos de viajeros y diplomáticos hicieron mucho énfasis en la calidad de los trajes que las damas y los caballeros lucían para sofisticados eventos sociales. En esa misma dirección, un ejemplo digno de destacar, fue el baile escenificado en la casona solariega de don Tranquilino de Bonilla y de su esposa doña Sinforosa de Peralta y del Corral, en enero de 1822, donde se dio cita lo más selecto de la sociedad cartaginesa: “…Vistiendo las damas largos túnicos de panza lucia, zapatillas de talpetao y tacón alto, peinadas de rodete con robacorazones, flores y peinetas de carey. Los hombres vestían, unos a la usanza colonial, casacas rojas, azules o verdes, cuello de encaje y chorrera, calzón corto, medias de hilos claros, peluquín de coleta y zapatos con hebilla; otros, más a la moda, llegaron de levitón oscuro, chaleco de dos botones, corbata negra de cuatro vueltas, camisa blanca con pliegues menudos, pantalón de pasarrío, o sea de campana, botas de media caña, todos cuidadosamente afeitados”.

En una época tan temprana como 1824, John Hale, viajero inglés de paso por Costa Rica, advertía: “…cuando llegué a la ciudad de Cartago fui invitado a una reunión y al entrar en la sala me sorprendió ser presentado a tantas damas ricamente vestidas…”

Poco más de treinta años después, el viajero irlandés Thomas Francis Meagher describió con interesantes detalles el vestuario de las mujeres cartaginesas durante un día de feria en la Plaza Principal de la ciudad de Cartago a mediados del siglo XIX. Según lo expresó Meagher: “…hay señoras lujosamente vestidas, con la cabeza brillante y descubierta, que se guarecen del sol con las sombrillas más vaporosas, acompañadas de criadas de cuyos brazos rollizos y lustrosos cuelga la cesta de la compra.

“A veces aparece una ama de llaves alemana con mangas en forma de jamón y sombrero de paja de Italia. Las mestizas, o mujeres de los campos, con trajes muy escotados de zaraza blanca o de colores y desnudas de brazos… Además de sus trajes muy amplios y escotados de zaraza blanca o de colores, estas simpáticas vendedoras se ponen los más lindos y garbosos sombreritos de paja o de fieltro negro, castaño o gris, de los que la mayor parte tienen escarapelas, y todos, como si sus dueñas fuesen sargentos de recluta, hechiceras cintas de los más vivos colores…”.

Las fuentes iconográficas plasman a distinguidas matronas y benefactoras cartaginesas del siglo XIX, como doña Anacleto Arnesto de Mayorga y doña Teodora Ulloa de Bonilla, vestidas en un estilo victoriano conservador y de rigidez formal. Entre tanto, las fotografías atestiguan una marcada diferenciación social a partir de la indumentaria, ya fuera del hombre de negocios y de gran éxito social y económico, la elegante dama de peinado abultado y figura sinuosa que luce un vestido a la última moda de Europa, y sobre todo de París y Londres, mostrándose tranquila y segura de sí misma; los niños de la élite con sus prendas afamadas; o la pareja de clase media, menos estirada, que resalta por la modestia de sus ropas y los pies descalzos.

Aunque los sectores populares no participaban en las actividades propias de las élites, algunos se beneficiaban de ellas, pues obtenían ganancias con la elaboración y la venta de prendas. En la ciudad de Cartago funcionaban sastrerías que se dedicaban a confeccionar los trajes a la medida de los clientes. Por ejemplo, don Luis Guevara, que tenía su establecimiento frente al Parque Central de Cartago, advertía a su eventual clientela en 1904 que “cuenta con magníficos operarios y con el mejor cortador de Cartago”, según el periódico El Cartaginés, en su edición del 7 de agosto de 1904. Por otro lado, buenas costureras como las señoras Clara de Pacheco e Isabel Sáenz de Valerín, confeccionaban trajes para las damas y las señoritas de la ciudad brumosa. En esta línea, la costura constituía el principal oficio con características de trabajo artesanal abierto para las mujeres.

Los comerciantes difundieron sus ofertas mediante anuncios publicados en los periódicos, algunas veces sin hacer mención a la diferenciación social del potencial consumidor. Un anuncio como el siguiente, aparecido en El Heraldo de Costa Rica, en agosto de 1898, ejemplifica de forma clara esto: “Comprar en la Tienda de Herrero Hermanos en Cartago y está dicho todo lo que hay que decir en materia de compras baratas”. Acentuar la procedencia extranjera de las modistas instaladas en el casco urbano de la antigua metrópoli brumosa, por otra parte, era un asunto fundamental.

En un anuncio de 1904, publicado en El Cartaginés, se advertía que la señora Adelaida Delacroix de Renauld, “tiene en su taller hábiles modistas y por lo tanto se puede hacer cargo de cualquier trabajo por delicado que sea”. Y, advertía, que “la fineza con que recibe a sus clientes es otra cosa que siempre ha llamado la atención en su establecimiento”.

Las tiendas ofertaban telas de calidad, cuyos clientes eran los sectores de mayor capacidad económica, luego los enviaban a modistas o sastres, quienes elaboraban refinados vestidos para las damas y trajes austeros para los caballeros. Ejemplo de lo anteriormente dicho es el siguiente aviso del 29 de marzo de 1908, inserto en el periódico El Progreso Cartaginés:

“Sastrería de Alfredo Guzmán. Este taller, situado al lado sur de la Iglesia de San Nicolás, en los bajos de la casa de Doña Dolores Jiménez v. de Sancho, se confeccionan elegantes vestidos al gusto del cliente. Precios módicos, prontitud y esmero en todo trabajo.” Por otra parte, en la tienda de Pacheco & Hermano, los cartagineses podían adquirir diversas mercaderías según la ocasión, por ejemplo: “Casimires, sarazas, paraguas, gasas, medias finas, sombreros de pita y de fieltro”, como se lee en El Cartaginés, 7 de agosto de 1904.

La diferenciación social en el vestir era notoria. De hecho, los anunciantes seleccionaban y definían su audiencia de potenciales consumidores, entre los sectores medios y altos. La sucursal de la tienda de G. Herrero & Compañía indicaba en el periódico La Nación, en 1892, que:

“…tiene siempre a disposición del público cartaginés un surtido selecto de mercaderías para todos los gustos y necesidades, [Además ofrecía] con especialidad ROPA HECHA para caballeros y niños, variedad de cortes, de colores y de clases, pero todo elegante y bueno”.

Al contrario de la gente con capacidad económica, la vestimenta tradicional del campesinado pobre se distinguía por el excesivo uso, los desgarres y los remiendos: sombreros de paja o pita (jipijapa) de hombres y mujeres, ya sin forma y gastados por los efectos del sol y las persistentes lluvias; pantalones demasiado largos o en extremo cortos, a veces asegurados con una cuerda a la cintura, a falta de faja; faldas de zaraza o de algodón, anchas, gruesas y sin pliegues, protegidas quizás por un delantal; camisas y blusas de manta sin suficientes botones y con harta frecuencia no a la medida de quien las vestía. Los pocos que podían calzarse disponían de toscos y comúnmente rotos zapatos y de sandalias de cuero, como lo observaron el científico estadounidense Philip Powell Calvert y su esposa Amelia Smith Calvert, en las tierras altas de Cartago, en 1909.

Resulta frecuente encontrar anuncios sobre zapaterías en los periódicos que circulaban en Cartago a principios del siglo XX, que apelaban a una clientela de gusto cosmopolita. Un ejemplo de tal afirmación es el siguiente aviso, aparecido en el diario El Progreso Cartaginés, que a la letra dice lo siguiente:

“Zapatería Española de José Giralt. Deseosa de presentar á su numerosa clientela y al público en general, excelente calidad y elegancia en este ramo; hace saber que debido a sus muchos y muy buenos operarios que tiene al frente de sus talleres se sirven con prontitud y esmero los encargos a medida. Lo mismo en el calzado de surtido, lo tiene bien variado guiado por los catálogos recientemente publicados por las casas más importantes de Europa y Estados Unidos. Acaba de recibir hormas de última novedad, estilo francés, español y americano, materiales los más afamados que se han conocido y más finos que han llegado al país. Una visita y no más convencerse”.

Por supuesto, la mayoría de los habitantes –vendedores ambulantes, obreros y campesinos pobres– no se calzaban. Claro está, que esas personas carecían también de la vestimenta adecuada para asistir a veladas de alta sociabilidad, como las que se llevaban a cabo, por ejemplo, en el amplio salón de sesiones del Palacio Municipal de Cartago o en casa de la rica familia Espinach.