Tenía los ojos verdes como las huríes del Profeta, una cabellera flamígera y una sonrisa deslumbrante. En un mundo de hombres reinó con sus interpretaciones homéricas e impetuosas.
Su espectacular belleza impactó los escenarios y en solo dos décadas, entre 1940 y 1950, filmó casi 40 películas, la mayoría en blanco y negro.
De haber sido por su madre, la cantante de ópera Marguerita Lilburn Fitzsimons, habría terminado sus días tras un escritorio, como secretaria ejecutiva de un vejete gruñón o en un coro de señoritas.
Para dicha de los cinéfilos, siguió su veta artística y descolló, como una fiera, en la selva del celuloide con obras maestras como El hombre tranquilo , El cisne negro y Río Grande , esta última con sus entrañables amigos John Wayne y el director John Ford.
Tal vez la recordemos como la cíngara Esmeralda, junto a Charles Laughton –el giboso Quasimodo– en El jorobado de Notre Dame . Sin embargo, es en Navidad cuando cobra vida y se transmuta en Doris Walker, feroz ejecutiva de los almacenes Macy’s, en Milagro en la calle 34 .
Irlandesa hasta el tuétano vino al mundo en Ranelagh el 17 de agosto de 1920. Su padre –Charles Stewart Parnell FitzSimons– fue un comerciante en Dublín, dueño del equipo de fútbol The Shamrock Rovers. Maureen FitzSimons aprendió a patear el balón y a punto estuvo de formar una liga femenina de balompié.
Ella y sus cinco hermanos: Florrie, Charles, Margot, James y Peggy poseían un don innato para el canto. Peggy debutó en la ópera, pero cambió las candilejas por un convento de monjas.
Aunque el destino le abrió sus puertas en el canto, la danza y la actuación, Marguerite la obligó a estudiar secretariado contable, un oficio que al menos le daría de comer.
Tras complacerla y colgar el título en la cocina, aprovechó sus estudios en el Teatro de la Abadía y se fue a Londres a una prueba de cine. Fracasó porque la maquillaron como un queque de novia y la vistieron como un saltimbanqui.
Para su buena suerte conoció a Charles Laughton, un viejo lobo de la pantalla que sería su padrino, mentor y amigo.
A los 19 años debutó en La posada de Jamaica bajo el nombre de Maureen O’Hara, porque el de pila –FitzSimons– sonaba a mayonesa; el nuevo era más corto y cabía perfecto en marquesinas.
Cruzó el Océano Atlántico para interpretar a la musa del jorobado; la crítica alabó a Laughton, pero tildó a Maureen de floja y parecer más bien una mujer rica venida a menos, que una gitana callejera.
Su temperamento volcánico no estaba para bromas de ignorantes, incapaces de reconocer su magnetismo, apariencia y salero.
Fiebre en la sangre
Su lengua afilada le granjeó en Estados Unidos una cantidad de enemigos gratuitos, cebados por su filosofía de “hago-lo-que-se-me-pega-la-regalada-gana” y a quien no le gusta, que se lo tome a cucharadas.
Los dioses de Hollywood nunca le entregaron un Óscar, salvo el honorífico –en el 2014– que reciben los artistas, como preámbulo a su muerte, que en este caso ocurrió el 24 de octubre pasado, a los 95 años.
Desde que se bajó del trasatlántico Queen Mary, de la mano de su controladora madre, no paró de trabajar durante 60 años.
Tampoco todo fue coser y cantar porque tuvo sus encontronazos con la prensa rosa, empeñada en develar sus intimidades. El pasquín Confidential publicó, en 1957, que ella y un fogoso amante latino fueron sorprendidos en maromas sexuales en las mullidas butacas del Teatro Chino, en Hollywood, donde fueron expulsados por cochinos.
El tabloide, editado por el espernible Robert Harrison, tenía a las estrellas del cine hasta el cogote con sus revelaciones; ese año enfrentó la demanda de la actriz Dorothy Dandridge. A ella se agregaron otras luminarias en lo que se llamó el Juicio de las Cien Estrellas.
Los relacionistas públicos de los estudios trabajaron horas extra para evitar que los astros bajaran a la tierra y exhibieran sus impudicias al público; de nada sirvieron las promesas y el dinero porque el 2 de agosto de 1957 comenzó el juicio en Los Ángeles.
El acomodador del teatro aseguró que vio a Maureen con la blusa abierta, los rojos cabellos en desorden y en una posición que –desde ninguna perspectiva– le permitiría ver la película. En tres asientos de la fila 35, ella y su querendengue daban rienda a sus bajos instintos.
La reconstrucción de los hechos, en presencia de seis viudas del jurado, descartó el suceso y O’Hara demostró, pasaporte en mano, que ese día estaba en España. Un detector de mentiras no demostró que Maureen dijera la verdad. El tribunal la absolvió de conducta obscena y Confidential le pagó $5.000.
Después se metieron con sus dos primeros matrimonios. El primero a los 19 años con el cineasta George H. Brown, que anuló dos años más tarde porque nunca se consumó. El otro con el director Will Price, un alcohólico que la traía de las orejas. Con él concibió a Bronwyn Brigid Price, su única hija.
A los 42 años anduvo de novia con el millonario mexicano Enrique Parra y, a los 48, se casó con el empresario de la aviación Charles Blair, que murió en un accidente aéreo.
Meses antes de morir dijo: “Ha sido una buena vida… no me quejo”. Esposa, madre, abuela, bisabuela y amiga, comprendió que de ilusiones también se vive y aún existían los milagros, como el de la calle 34.
Los milagros existen
Un barbudo barrigón devuelve el espíritu navideño a una ejecutiva, convencida de que esa fiesta es ideal para vender más. Doris Walker (Maureen O´Hara) –jefa de Macy´s– contrata a Kris Kringle (Edmund Gwenn) para sustituir al Santa Claus de la tienda, despedido por borracho. El asunto se enreda porque la hija de Doris, una adorable Natalie Wood de nueve años, no cree en Santa. A Kris lo demandan por alegar que es el verdadero Santa Claus; él demostrará que la solidaridad y la bondad existen, aunque sea en el filme Milagro en la calle 34.