El Desprecio está nervioso. Es alto, delgado, tiene los ojos grandes y, cada vez que siente un mecate rodearle el abdomen, se inquieta, pega brincos, se golpea, del hocico le salta una línea larga de baba que a veces me pringa las manos. A veces me mira y yo, que nunca antes había estado tan cerca de un toro, siento que me pide explicaciones.
Es apenas la segunda vez que El Desprecio está en una manga, mientras lo preparan. Le cortan la punta de los cachos, que son cartílago y por lo mismo sangran. Pero son cosas que hay que hacer, entiendo. Como cortarse las uñas. Los cachos del toro no pueden estar en punta, es antirreglamentario, es una cuestión de seguridad.
Se los liman, le aplican yodo, pronto dejan de emanar sangre. Pronto, también, dejan de amarrarle mecates: un par en torno al lomo, uno más en la cachera.
A El Desprecio –un nombre irónico– hay que sujetarlo con firmeza, por su bien y el de su compañero del futuro inmediato.
Es apenas la segunda vez que el toro está en una manga. Lo demuestra en su cuero, en sus babas, en sus ojos; lo demuestra, sobre todo, con los brincoteos nerviosos que pega cuando siente, sobre su lomo, por primera vez el peso de Javier.
El toro Scooby Doo, en la manga, durante la prueba en la finca El Secreto, en Coris de Cartago.VIDEO: Albert Marín.
Javier no es pesado. Más bien es delgado, apenas alto, de ojos claros y piel tostada y de músculos torneados. Lleva una camisa azul, chaparreras voladas, chaleco protector, casco. Monta estilo americano: sus espuelas no son clavos fijos, sino ruedas. Cuando Javier habla, es ameno y simpático. Cuando está encima del toro y este se revela, brincotea, se golpea e intenta golpearlo a él de paso, Javier es enérgico. No le pide calma a El Desprecio, se la exige.
El sábado 20 de febrero no fue día de evento para Javier, que se apellida Guzmán y es oriundo de Quebradilla de Cartago. Ese sábado me reuní con él y con Danilo Garita, a quien apodan Culebra, para realizar una probadera de toros en la finca El Secreto, de Rómulo Bonilla, en Coris, ubicada al suroeste de la ciudad brumosa.
El Desprecio fue el primer toro de la tarde. Tan pronto la reja se abrió, el animal se lanzó a un lado –en el estilo americano, la puerta no abre hacia el frente, sino hacia un costado, para proteger al montador que no utiliza espuelas para aferrarse al cuero del toro– con la furia, la fuerza y el miedo que había acumulado durante los minutos que pasó enjaulado en la manga.
El tiempo se comporta de formas extrañas alrededor de un toro mientras brinca. Cuando se está cerca de él, cuando se está apenas a un par de metros de él, el tiempo es a la vez más lento y más veloz. Con cada brinco, que amenazaba con mandar a Javier directo a la arena, con un animal de varios centenares de kilos encima, cada segundo parecía tomar una eternidad y, al tiempo, un parpadeo.
En dos respiraciones y media, Javier domina a El Desprecio, lo tranquiliza, lo agota. Se apea, corre hacia la reja donde estamos apiñados los demás, y pronto el toro regresa a su corral, él solo, sin que nadie se lo ordene.
Pero la batalla entre el hombre y el animal no comienza cuando la reja se abre, cuando el toro brinca e intenta despegarse de la figura que lleva sobre la espalda. El ajedrez de las bestias comienza antes, en los mecates, en las espuelas –cuando corresponden–, en el amarre. Jorge Arturo González, conocido como El Cañero, uno de los narradores de monta más populares de Costa Rica, dice que el toro se gana en la manga.
Foto: Albert Marín
Eso, precisamente, es lo que pretende hacer Javier: ganar ahí, con las rejas todavía cerradas; calmar a El Desprecio, hacerle saber que quien manda es él. Es una guerra de machos alfa que solo alcanza su clímax cuando Javier, ceño fruncido, sus labios grandes por el protector bucal que muerde con fuerza, mueve su cabeza de arriba abajo, dice que sí, que sí, que es hora, que puerta.
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Si la monta se gana en la manga, las fiestas se ganan en las probaderas. Antes de que un toro aparezca en la arena de cualquier redondel del país, antes debe ser probado, debe demostrar su bravía, su fuerza, su capacidad para ofrecer un espectáculo digno de redondel.
Cuando un ganadero obtiene un toro que considera que puede servir para la monta, llama a un grupo de montadores que se dedican a recorrer el país probando estos animales. Los que sirven, los que ofrecen una buena pelea, se convertirán en las estrellas de la finca. Se le puede preguntar a cualquier persona que tenga alguna relación con el mundo de la ganadería: el toro de monta recibe un tratamiento especial, alimentación privilegiada y cuidados absolutos. En ese sentido, una finca de ganado se parece mucho al escenario que pintan las películas para adolescentes que se contextualizan en un colegio estadounidense: los deportistas son los más populares y reciben todos los privilegios. El toro de monta es un atleta. Vivirá más y mejor que ninguno de sus co-especímenes.
A El Desprecio le cortaron la punta de los cachos –cartílago– antes de la prueba.Foto: Albert Marín
Pero, ¿quiénes son las personas que prueban a los toros en la arena?
Hace más o menos un año, mi amiga Ericka me contó una historia. Viajaba en bus hacia alguna playa del país y a su lado se sentó un muchacho que, al poco rato, le entabló conversación. Le preguntó a ella hacia dónde se dirigía, y ella al cabo le devolvió la pregunta.
—Voy para una finca de un ganadero –le respondió entonces el muchacho–. Voy a probar toros.
En el boxeo –y en otros deportes de contacto–, cuando un pugilista se prepara para un combate, entrena sus golpes y sus defensas con una persona a quien se le conoce como sparring : alguien que recibe los puñetazos para demostrar que el boxeador está preparado para los grandes escenarios.
En la tauromaquia también existen los sparring . Los probadores de toros son montadores profesionales que, en los entretelones de las fiestas y los eventos donde se ganan la vida y la fama, trabajan codo a codo, cacho a cacho, con los ganaderos y los toros para llevar a cabo una selección de bestias.
Algo así como un darwinismo taurino.
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Para entender la monta, hay que tener pasión por los toros. Para entender a los toros, hay que nacer y crecer entre ellos. O al menos muy cerca de ellos.
Josué Sevilla tiene 25 años, y comenzó a montar hace ya siete. En esos siete años –cinco de los cuales ha formado parte del grupo Los Populares– ha sido campeón nacional de monta en dos ocasiones.
Josué Sevilla ha sido campeón nacional de monta en dos ocasiones. Tiene 25 años.Foto: Marcela Bertozzi
Su historia taurina comenzó gracias a su padre, quien ya tenía toros de cría.
Cuando su padre adquirió un par de toros de monta, a Josué le nació una inquietud. Uno de aquellos animales, un toro lechero muy bonito cuyo nombre no recuerda, fue su primera vez. A partir de entonces, Josué ya no se pudo detener. “Me enseñaron los Durán, de Sarapiquí, donde yo vivía antes”. Ahora Josué vive en Puriscal, y todos los fines de semana se traslada de un pueblo a otro junto a sus compañeros.
Contrario a lo que se puede pensar desde el Valle Central –y a través de los medios de alcance nacional–, la monta de toros no es un deporte de temporada. Aunque uno podría creer que solo ocurre a finales de año o durante enero y febrero en algunos pueblos guanacastecos, la monta de toros tiene eventos todas las semanas, en toda suerte de pueblos desperdigados por la geografía criolla.
Judas de Chomes, Los Chiles, Tobosi, San Carlos, Nosara, Nicoya, Quebrada Ganado. Conversar con montadores de toros es recorrer, con palabras y a través de sus recuerdos, todos los rincones de Costa Rica. La monta es omnipresente: donde hay un pueblo, hay un toro.
—En San José, la gente lo que quiere ver son los levantines, porque no conocen el oficio de la monta, entonces les parece más aburrido –me dice Josué–. En los pueblos es diferente. Hace un tiempo fuimos a Nosara, que tiene un redondel tan grande como el de Zapote, y estaba lleno a reventar. Solo había monta. Eran 12 o 13 toros. Nada más.
Javier Guzmán prepara los mecates para amarrar a uno de los toros de la prueba.VIDEO: Albert Marín.
Todos los fines de semana hay monta en Costa Rica; por ello mismo, prácticamente todos los días hay prueba de toros en alguna finca ganadera del país.
Cuenta Josué que son los propios ganaderos quienes buscan a los montadores para que les prueben los ejemplares. Para medir la calidad de un toro con efectividad, es necesario contar con montadores de un nivel comprobado. “No les sirve que vaya un montador malo, porque se puede caer con un toro que no sirve”. Recomendar a un toro que no está preparado para la monta puede significar una inversión innecesaria de parte del ganadero; una inversión considerable, por cierto.
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A Danilo Garita Castro le llaman Culebra, aunque no me explicó por qué. El muchacho, de apenas 20 años, sonríe tanto que bien podrían calzarle muchos otros apodos más, pero el que le correspondió fue Culebra.
Culebra comenzó a montar a los 14 años, pero como no era mayor de edad todavía no podía hacerlo profesionalmente. Su primera monta fue en una fiesta que se realizó en una finca del ganadero Michael Blake. Al pequeño Danilo le ofrecieron un toro que no rechazó.
Quedó enganchado. No es en vano que todos los montadores que conocí me hayan dicho que los toros se convierten en un vicio. Uno, por cierto, potente. Uno que a la primera prueba ya embriaga; desde ese primer encuentro con el toro, el montador queda necesitado de más, de mayores retos.
—Es la adrenalina –me dice Danilo–. Cuando uno ve al toro, sí, puede que dé algo de miedo. Especialmente las primeras veces. Pero cuando estoy encima, somos solo él y yo. No existe nada más. No existe nada que se le parezca.
La tarde del sábado 20, en la finca El Secreto, en Cartago, Culebra montó dos toros, al igual que Javier. El segundo que montó, el último de la tarde, fue Crispy, un animal pesado y fuerte, con dos años de ruedo en fiestas. Un toro que a todas luces refleja cuánto pesa la experiencia ya no solo en el montador sino en el animal. A diferencia de El Desprecio –o de Tamarindo y Scooby Doo, los otros toros de la tarde–, Crispy no se molestó mientras le pasaban los mecates bajo el lomo.
—No lo sujeten –dijo Javier–. No hace falta. Él sabe lo que tiene que hacer.
En efecto, Crispy esperó pacientemente a que Culebra se acomodara sobre su lomo. En ningún momento hizo amago de incomodidad o temor; en ningún momento intentó golpear al montador en la manga. Solo esperó pacientemente a que Culebra decidiera que estaba listo. Como Javier, hizo una seña con la cabeza.
Sí. Ahora. Puerta.
Danilo Garita se calza sus botas. Tiene 20 años y montó por primera vez a los 14.Foto: Albert Marín
No fue cronometrada, pero dudo que la jugada de Culebra y Crispy haya durado más que un par de segundos. De haber parpadeado, me lo habría perdido. El majestuoso animal se deshizo de su montador en brevísimo tiempo. Cuando lo tiró al suelo, no intentó cornearlo. Solo se paseó por la arena como diciendo aquí estoy yo.
Lo dicho: el toro de monta es un atleta. Es un animal orgulloso, territorial, que sabe que la pelea, si se mantiene tranquilo, está a su favor. No necesitó chuzazos, no necesitó golpes, no necesitó gritos. Crispy sabía a lo que iba, mejor incluso que nosotros.
Josué me dijo que , hay toros tan experimentados que no necesitan que les abran la manga para empezar a saltar. Para ellos, como para el resto de mortales, la señal es una sola: el grito de puerta.
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Para el ojo no entrenado –no que el mío lo sea–, la prueba de toros y la monta son exactamente la misma cosa. Pero, aunque en ambos se realizan las mismas acciones, son distintas sobre todo en esencia.
Como la diferencia entre El Desprecio y Crispy, la diferencia entre un toro novato y uno experimentado es amplia y puede resultar determinante. El montador de prueba siempre cuenta con póliza, siempre utiliza protección y siempre se toman las precauciones debidas. La prueba es un entrenamiento tanto para el montador como para el toro.
Sin embargo, el riesgo es latente. “Uno no sabe qué esperar de un toro que por primera vez tiene a un montador encima”, me dice Culebra. “Hay que concentrarse mucho, hay que intentar seguir al toro, dejar que él mande y seguirlo”.
Javier Guzmán se prepara para enfrentarse al primer toro de la prueba, en Coris de Cartago.Foto: Albert Marín
No hay montador sin accidentes. El peor que ha sufrido Javier ocurrió, precisamente, durante una prueba. Fue en Puerto Jiménez. Durante la salida, El Lecherito, de 600 kilos, raza Belgian Blue, se enredó en sus propias patas cuando Javier pidió puerta. El animal cayó sobre su costado derecho, donde Javier se había sujetado. El muchacho se golpeó la cabeza contra el suelo, con el peso del animal encima. Durante tres meses, el mundo exterior dejó de existir para Javier. No recuerda el viaje de ida, no recuerda su estadía, no recuerda la finca, los toros, con quién estaba. No recuerda nada. “Cuento lo que he visto en videos”. Pese a todo, retirarse no pasó por su cabeza. Cuando le preguntaban si iba a volver a montar toros, su respuesta era sí, yo soy cowboy .
–El toro sigue vivo. Y yo me voy a desquitar.
En cambio, Josué dice que planea retirarse pronto, aunque no sabe exactamente cuándo. Estudia inglés y turismo, y está terminando su bachillerato que dejó abandonado “no por los toros, sino porque cuando uno es más joven no piensa”. Dice que quiere encontrar una vida nueva antes de que el tiempo lo encuentre viejo. Dice que no quiere que su hijo, de siete años, se dedique a montar.
Luis Alexánder Valerín, de Esparza, no tiene hijos, aunque sí tiene novia. También tiene una cicatriz en el rostro que le dejó su primer toro, que montó diez años atrás, cuando tenía 13. Valerín tiene, también, un toro, El Chumeco, que compró para su novia por ¢300.000. Valerín no tiene hijos, pero si los tuviera y estos quisieran dedicarse a la monta, los apoyaría. A sabiendas, incluso, de los peligros de la práctica.
—¿Si es peligroso, por qué lo hacés?
Valerín se ríe.
Luis Valerín trabaja en la finca El Ceibo, donde aprendió a montar hace diez años.Foto: Marcela Bertozzi
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—Los toros corren por las venas mías.
Cuando Émber Valverde se para sobre su tráiler –detenido a un costado de la ruta 27, apenas un kilómetro y pico antes de llegar al peaje de Orotina–, chaparreras personalizadas con su apodo –Peky– escrito, su hebilla de la PBR (la asociación de montadores profesionales de Estados Unidos, por sus siglas anglosajonas), uniformado para montar, la calle no se queda callada. Pasan carros, pasan buses, pasan camiones que pitan y saludan, que entienden que el que está de pie, ahí, sobre la trompa de su trailer azul, es un vaquero de méritos.
Un vaquero con 20 años de experiencia. Un vaquero de 42 años de edad, pero que no piensa detenerse si no hasta que la saludo se lo exija. Cuando Émber dice que los toros son su pasión no solamente lo dice sino que exhibe sus argumentos.
Valverde dice que su mejor entrenamiento es el trabajo con su tráiler, que lo mantiene ocupado.Foto: Marcela Bertozzi
–He perdido siete matrimonios por los toros. Me dicen los toros o yo, y yo siempre digo los toros. Yo siempre voy a escoger los toros. Por la única mujer que dejaría los toros es mi mamá, pero ella no me los quita.
Su mamá y su papá, que hace dos décadas le pidieron que no montara, que por favor no montara, guardan todavía el primero de sus trofeos, que fue también el resultado de la primera de sus montas. Fue un lunes, en Finca 2 de Río Frío. Era un toro blanco, muco –es decir, sin cachos–, le llamaban El Palomo. Era de una ganadería de los hermanos Rojas, de Guápiles. “Uno no olvida la primera vez”. Hace memoria, pero no consigue dar con el año exacto, el único dato faltante en la escena. Fue, eso sí, apenas días después de cumplir los 18 años.
Émber, como todos los otros muchachos, dice que le debe todo a los toros. “Este mundo me ha hecho mejor persona”, me dijo Josué. “Es la mejor vida”, me dijo Culebra. Lejos de la bebida, de los excesos, del pleito o de la mala cara –en esencia, las característica del estereotipo construido en torno a la figura del montador–, los montadores que conocí son gente sencilla, gente abocada a su vicio: la adrenalina de dominar a un toro que supera su peso por hasta cuatro veces.
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Émber se toma muy en serio el trabajo de montador, que combina con manejar su tráiler. Dice que no le gusta mucho hacer pruebas, porque el buen montador pierde el estilo con los toros malos. La prueba, dice, es como mejenguear. Se pierde la técnica, el oficio. El ganado de prueba, liviano y joven, golpea más de la cuenta. Es mucho más peligroso, me subraya, que montar.
Pese a todo, Émber puede contar sus accidentes con los dedos de una mano y le quedan varios de sobra. En el 2011, en San Carlos, un toro de cuyo nombre no puede acordarse le quebró un codo. Un rasguño comparado a lo que le ocurrió dos años más tarde, en Jacó. El Avión le cayó encima y casi lo mata. Émber pasó dos días internado en el San Juan de Dios. Perdió el recuerdo de ocho días. Cuando despertó en el hospital josefino, su reacción fue frenética: llamó a Michael Blake y le dijo deme un toro porque necesito montar.
—Usted no está bien, recupérese primero –le respondió el ganadero.
—No señor. Si yo me espero –contestó Émber– me va a dar miedo.
Ocho días después, Émber volvió a montar.
Hay una máxima entre los montadores: si tiene miedo, no monte. Émber solo ha sentido miedo una vez en su carrera, cuando le pidieron que montara un novillo que le dio mala vibra.
“Los toros son una tradición y llevan desarrollo a los pueblos”, aseguran los montadores.Foto: Albert Marín
Cuando vio morir a dos de sus compañeros, en cambio, no sintió miedo.
Sintió otra cosa.
Algo que se parecía más al llamado del vicio, como los mismos montadores dicen.
A su mejor amigo, Alexis Duarte Fonseca lo vio morir en un redondel. Lo mató el toro El Sansón. El video está en YouTube. Me niego a verlo. “Era como un hermano para mí. Yo lo vi morirse ahí, enfrente mío”. Tras la desgracia, Émber se retiró un par de meses porque el efecto psicológico fue fuerte. Volver a montar fue sanar.
La muerte de Fabián, en cambio, lo destrozó. Fabián se apellidaba Picado Montes y falleció el 17 de diciembre del 2013, en Puriscal. Fabián le decía mi tata a Émber. Fue lo más duro, dice.
—Yo le juré a Fabián que no iba a volver a montar.
Antes de que cerraran el ataúd del muchacho, Émber amarró las espuelas de él y las suyas en un solo nudo, y las colocó sobre el pecho de su amigo muerto.
Seis meses después, Émber volvió a montar.