En un programa, por demás sin retos artísticos destacables, encontré plenamente justificada la conformación a partir de diversos fragmentos de ópera y oratorio, los cuales, aunque desconectados estilísticamente entre sí, ilustran muy bien la trayectoria de 40 años del Coro Sinfónico Nacional.
No obstante, tal vez por exceso de modestia, el aniversario anunciado deja un poco de lado el verdadero hito a celebrar, que es sin duda la labor continuada de un cuarto de siglo de Ramiro Ramírez como su director.
En un país en donde todo es efímero y a la vez provisional –particularmente en el campo artístico– tiene mucho sentido que este fin de semana la Sinfónica haya presentado fragmentos de las obras más importantes preparadas por Ramírez, que demuestran su constancia y tesón al frente del coro durante un cuarto de siglo.
Igualmente acertada fue la inclusión en este concierto de dos obras comisionadas especialmente a compositores costarricenses, quienes han demostrado con creces durante los últimos años un trabajo creativo intenso y de alta calidad.
Marvin Camacho, en su Te Deum y poema para coro mixto , mezzosoprano y orquesta incorporan algunas estrofas tremendamente optimistas de Jorge Debravo, que entremezcladas de modo inteligente, como comentarios a los textos latinos del Te Deum, hacen un llamado a los valores auténticos de solidaridad, igualdad y alegría de vivir. Algunos detalles rítmicos y de instrumentación nos recuerdan en esta pieza el carácter autóctono de la obra de Debravo.
Ni aquí, ni allá de Eddie Mora sobre la obra homónima de Marina Tsvetaeva, aunque también contiene un cierto trasfondo religioso, es por el contrario una obra dramática e incluso trágica, que reflexiona sobre el destino de la autora a partir del sonido indescifrable de las campanas y su representación simbólica en el texto ruso original.
A pesar de los esfuerzos de balance y posiblemente por las deficiencias acústicas del escenario del Teatro Nacional el coro sonó coperto por la orquesta, especialmente en las obras de Beethoven, Mendelssohn y Brahms, que integraron la primera parte del programa. También hubo problemas de balance en los solos de la mezzosoprano Glenda Juárez, que en este caso tuvieron su origen en desproporciones de factura de la instrumentación, evidentes cuando la solista se mueve en el registro más grave de su voz.
Al final de la presentación, y como era de esperar, el O fortuna de la cantata profana Carmina burana despertó la ovación entusiasta del público y especialmente de algunos amigos cercanos del coro, que tal vez de manera exageradamente ruidosa alabaron a sus integrantes.
Ya es hora de que el Teatro Nacional instale una concha acústica apropiada como se prometió desde hace varios años, cuando se iniciaron los trabajos de modernización del escenario. Esta es una necesidad perentoria que no debe ser aplazada por más tiempo, ya que va en detrimento del buen trabajo artístico de creadores, intérpretes e instituciones.