Formidable dominio técnico al servicio de una interpretación apasionada. ¿Qué más podríamos esperar de un solista? Ah sí, claro: imaginación y creatividad. Todo esto y mucho más nos ofreció la violinista japonesa Mayuko Kamio el viernes en el penúltimo concierto de temporada de la Sinfónica.
Un vibrato amplio y una excelente adherencia del arco sobre las cuerdas le permitieron a esta joven intérprete doblegar las debilidades acústicas actuales del escenario del Teatro Nacional y ofrecer al público la gran variedad de sonoridades y contrastes que propone la partitura del segundo concierto de violín de Serguei Prokofiev.
En esta música, el primer movimiento, intenso y virtuosístico, contrasta fuertemente con la delicadeza casi infantil del segundo, en el que la solista mostró un extraordinario control técnico para lograr desarrollar plenamente las suntuosas melodías que contiene, sin salirse del caracter general y tono cristalino que lo caracterizan.
Melodía rusa. Ni este compositor ni su contemporáneo Serguei Rajmaninov pudieron nunca adaptarse a componer lejos de su patria, y es que, aunque de modo muy diferente, la música de ambos se nutre con pasión de las tradiciones musicales de su tierra y muy especialmente de la melodía rusa.
Esta expresión musical, común a casi todos los compositores de esa parte del mundo, se asocia frecuentemente al extenso paisaje y a la intensidad emotiva de sus habitantes. Desde el punto de vista musicológico se reconoce su origen folclórico en la canción protyazhnaya (prolongada), que a su vez proviene de una conjunción de la música medieval religiosa y al singular canto de los pueblos tartaro mongoles.
Director invitado. Al podio, Mark Laycock se mostró plenamente identificado con este lenguaje expresivo y construyó interpretaciones ricas en matices y contrastes, a la vez que intensas rítmicamente.
Sin embargo el gesto firme y preciso de su batuta, que tan buenos resultados produjo en el difícil acompañamiento del concierto, resultó tal vez demasiado marcado e insistente para permitir el vuelo de algunas de las amplísimas melodías de la segunda sinfonía de Rajmaninov.
Por otro lado, comparto plenamente la decisión del director de colocar los violonchelos en el proscenio (frente del escenario), lo cual contribuyó notablemente a mejorar el balance entre las secciones de la cuerda, sin embargo al grupo de las violas le tocó la ingrata tarea de tratar de sobresalir del agujero negro acústico, que constituye actualmente el centro de nuestro primer escenario.
Del mismo modo, este problema, que nos legó la ineficiencia de la administración pasada del Teatro, afectó sensiblemente la audición del famoso solo de clarinete del segundo movimiento de la Sinfonía, distintivo imperecedero de la música de Rajmaninov, que se empeña en ser una de las favoritas de todo el público.
Como ningún otro creador, este autor se mantuvo durante toda su vida fiel a las tradiciones del romanticismo decimonónico, aún cuando en su época se sucedían, una tras otra, transformaciones tan radicales, que muchos dirían que lo que se componía ya no era música.
Escuchando hoy en día interpretaciones particularmente creativas de su música, como la de Laycock al frente de la Sinfónica Nacional, no queda más que aceptar que en el arte no pueden existir criterios preconcebidos. Tan es posible que obras revolucionarias perduren en el tiempo, como que otras más conservadoras o atrasadas-como dirían algunos-sigan vigentes y se renueven ad infinítum.