Ser ácida tiene su encanto

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Era domingo. Ya tenía la oreja caliente de tanto estar al teléfono con Graciela. Era obvio: esto de ponerse al día en historias de amigas que no se ven hace un rato iba a tomar tiempo y pronto iba a hacer hambre.

¿Solución? “Ven a almorzar a casa”, le dije. Tenía un arvejado de pollo –un plato habitual en la cocina chilena–, unos fideos cabello de ángel livianos –cocinados en agua y sal y pasados por mantequilla– y tomate en trocitos con especies y pimienta. Servidos fríos sobre la pasta caliente refrescan montones el paladar.

A la primera taza de café que tomé, aún en pijamas, había decidido que no saldría de casa ni aunque temblara. Y eso, incluía, por supuesto, el supermercado.

Graciela y su inseparable alegría ya estaban sentadas a la mesa y, mientras hablábamos a la velocidad de una ametralladora, servía el menú dominical en los platos amarillo mostaza y rojo granate que tanto me gustan.

¿Y de tomar? Ese detalle lo había olvidado por completo. ¡Y al súper no iba a ir!

Un rastreo visual me hizo caer en cuenta que había limones. De esos mezinos que son verdes, muy verdes. Di en el clavo: limonada.

Cuando la llevé a la mesa servida en una jarra de vidrio que permitía ver cuán verdecita había quedado, Graciela dijo: “¡Qué rico se ve eso! ¿Qué es?”. “Limonada”, dije.

¡Qué cáscara! No, no es un fresco de limón. La limonada es otra cosa. Corté el limón en cuatro trozos con todo y cáscara, los puse en la licuadora con azúcar suficiente, según mi paladar.

“Sí, con todo y cáscara. Es que el toque mágico es la cáscara”, aclaré cuando Graciela abrió los ojos, ya de por sí bien grandes que tiene, al escuchar el primer paso de la receta.

Agregué agua y como mi papá me había regalado una plantita de menta cultivada por él mismo, tomé unas de sus hojas y solo dos pequeñas de hierba buena y las deposité en la licuadora con cariño, porque en la cocina hay que estar de buen humor. Solo por 15 segundos licué todo.

Luego, lo pasé por un colador. Lo de no sobrepasar los 15 segundos era fundamental. Me lo había explicado Iván Naranjo, uno de los expertos culinarios de paladar más exquisitos que conozco. “Si se pasa de ese tiempo se rompen las partes carnosas del limón y entonces la cuestión se amarga”, detalló.

“Es como en la vida, Graciela. El límite entre ser amarga y ser ácida es muy delgado. Hay que saber dónde una se pasa de la raya porque ser ácida, irónica, como una limonada tiene su encanto”. Y filosofamos entonces. ¿Por qué no? Si hay gente que arregla el mundo con una cerveza en mano, o con una copa de vino para verse a sí mismos más chics, nosotras podíamos componer y descomponer lo nuestro a punta de una limonada.

No me anule. La jarra dio para tres vasos cada una. Y a partir del buqué del zumo, ni mucho ni poco, llegamos a las variantes. En el fondo era hablar de los límites: ni tanto que queme al santo y tan poco que no lo alumbre.

El chiste es que la base sea siempre más fuerte que el sabor con el que se coloreará la bebida. Nunca hay que tapar el sabor de la ácida fruta. Eso sería una afrenta tan grande, como permitir que otro la anule a una o que por exceso de emociones en lugar de hacer una gracia le salga a uno un sapo.

Hay limonadas de fresa –queda rosada sin tener que poner un colorante o un sirope artificial–.

Hay limonadas de moras y de agua de rosas –esa la probé en el restaurante Beirut, en Ciudad Panamá– y hay con rosa de Jamaica y lichis (mamones chinos que vienen enlatados). Como buena fan de la ácida bebida, di con que en un restaurante de Cartagena de Indias, una de sus especialidades es la limonada de coco.

Y como todo en la vida tiene algún antecedente, yo tenía el mío para la bebida. De una de sus preparaciones nacieron las sodas de sabores frutales. En Italia congelaban el jugo del limón, y luego colocaban porciones de ese helado zumo en el vaso y le vertían agua mineral. De ahí en adelante hay de pulpa de fresas, de naranjas...

Y como de lo aprendido va una haciendo sus variantes, di con que se puede aclarar la limonada con agua mineral o con agua quinada, pero esta opción es solo para paladares bravos. Debo confesar que yo prefiero esta última, o sea, saque cuentas.

Si se mantienen las hojas de menta o de hierba buena, queda el perfume y pasa entonces a ser una exótica bebida para sofocar el calor del día o la zozobra de una honda pena. ¿Quién no tiene una pena qué ahogar?

“Es que comer y beber tienen mucho que ver con estar triste o sonreír a más no poder”, esa fue la conclusión de un almuerzo dominical. Y pensar que lo ácido arruga algunas caras.