Rónald Bonilla camina con varios libros bajo el brazo y se sienta al fondo de la sala de la casa del poeta Carlos Rivera Chacón. No es un salón lujoso ni tampoco una casa bohemia: es una casa común y corriente, con varios sillones, sillas que fueron saliendo de los cuartos para acomodar a los invitados y, eso sí, una biblioteca con abundantes libros de todas las edades.
La convocatoria de los talleres del Grupo Literario Poeisis se hace religiosamente para todos los sábados, a las tres de la tarde. Como buenos ticos, los escritores también son impuntuales.
La constante migración entre locales tampoco ayuda.
Desde que el Ministerio de Cultura y Juventud cerró el Espacio Cultural Carmen Naranjo en el 2014 (antigua Estación de Ferrocarril al Atlántico), los miembros del grupo se reparten con buen humor el privilegio de dar posada a todos los talleristas.
Algunas de las casas son repitientes usuales, especialmente las de los dos Premios Magón que asisten al grupo: Julieta Dobles, quien recibió el galardón más importante de la cultura nacional en el 2014 y, precisamente, Bonilla, quien ganó el reconocimiento a finales de enero.
Ese día, la noticia lo tomó por sorpresa. El Ministerio de Cultura le otorgó el premio por su incansable labor como maestro de innumerables generaciones de poetas.
Próximo a cumplir sus 65 años, el ejercicio de la poesía, que empezó cuando adolescente, ha cambiado y lo ha cambiado. Comenzó a ‘tallerear’ hace más de 50 años, pero tan solo hace nueve fundó su propio espacio.
Mientras toma asiento en la sala de Rivera –quien recibe por primera vez a Poiesis en su casa–, Bonilla mira la sala y le cuenta al grupo que llegó a tiempo.
Entre él y su pareja, la poetisa Lucía Alfaro, depositan en la mesa del café los textos que trajeron: poemarios impresos por la Editorial Poeisis, libros de consulta que se venden a precio nominal y otros que se comparten, se intercambian o se regalan.
Los presentes se saludan como viejos conocidos. Con 74 años, Rivera hace de anfitrión frente a los poetas ticos Gerardo Madrigal, Sylia Blanco, la española María José Calatayud y la artista plástica Guadalupe Álvarez.
En la mesa del comedor se van acumulando como si fueran tributos los bocadillos para el receso. Dobles siempre aporta los sándwiches (son famosos), pero este sábado se ha retrasado.
Bonilla bromea con los talleristas, pregunta cuántos se perdieron llegando a Concepción de Tres Ríos y, mientras da chance a que aparezcan otros, comienza la sesión con un lectura ceremonial de anuncios parroquiales.
Además de reunirse a enderezar poemas y a “jaibolear” –el vino ni falta ni sobra en taller–, desde que Bonilla fundó a Poiesis, en el 2007, asumió la labor de cohesionar otras células poéticas y entretejer las actividades anuales más ambiciosas del gremio.
Este 2015, celebraron el Día Nacional de la Poesía (31 de enero, el natalicio de Jorge Debravo) en la Universidad de Costa Rica. El sábado 11 de marzo, la celebración que concentra los esfuerzos del grupo es el Día Internacional de la Mujer, fecha en la que escogieron rendir homenaje a la escritora Tatiana Lobo.
Conforme llegan los participantes, la discusión avanza hacia los detalles: quién va a aportar la música –el invitado es el intérprete de calipso Manuel Monestel–, quién va a leer, a quién se le va a solicitar la obra de Lobo para exhibir y vender después del ágape.
Las decisiones se toman como lo haría una tribu: hay votaciones, hay breves discusiones y, finalmente, Bonilla va tomando nota en la libreta que apoya en su rodilla.
Cada taller tiene el ritmo propio de quien lo imparte. En el caso de Poeisis, Bonilla le imprime un ritmo ceremonioso que, de repente, se fisura entre una risa, una chota o un comentario amoroso entre él y Lucía.
El grupo ya está acostumbrado a sus maneras.
Para hablar hay que levantar la mano. El orden de lectura lo asigna Bonilla con justicia salomónica: quién llegó de último, lee su texto de último.
Leer y reescribir
Pese a que el grupo comenzó con poetas, poco a poco han adquirido gusto también por otros géneros: los cuentos, el teatro y hasta la novela.
Cada tallerista debe aportar copias suficientes de su trabajo para todos. Bonilla cuenta que, en total, el grupo cuenta con más de 50 miembros. En un día normal, asisten 12; este sábado la cuota asciende a 20.
Cada quien puede hacer, en su ejemplar, las anotaciones que considere necesarias. Después de la lectura, comentario y corrección, las hojas vuelven a su dueño original para que, posteriormente, trabaje el texto con base en esos consejos.
Rivera, como dueño de la casa, lee un poema titulado Nada . El grupo lo escucha recitar, la mayoría con la mirada perdida imaginando las descripciones – Cosas candentes y separadas por las voluminosas palabras que brotan de los manantiales fértiles de la montaña fría – o bien con los ojos cerrados para maximizar las sensaciones del texto.
Acto seguido, Bonilla destaca los mejores detalles del poema de Rivera. De los comentarios se desprenden el resto de las críticas: las frases que sobran y le restan ritmo al texto; las posibilidades que los ojos de terceros ven para recuperar el espíritu esencial que alberga la obra original.
La dinámica se repite escritor por escritor. Guadalupe Álvarez lee un texto de prosa que, finalmente, el grupo determina que podría convertirse en un monólogo teatral. Anayensy Herrera aporta un fragmento de un cuento largo. En las primeras páginas, el grupo queda capturado y pide más para próximas sesiones.
Al llegar al taller, ningún texto está terminado. Leer frente a Poiesis no es lo mismo que leer en un recital, la lectura no se hace para recibir elogios –aunque varios reciben aplausos por su trabajo–, sino para validar la utilidad y provecho de sus obras.
En cualquier otro espacio, un lector se sentiría vulnerable a la crítica; aquí, el sentido de pertenencia que comparten permite la discusión abierta, sin tapujos –más bien hasta con humor– de su labor.
Finalmente, tal y como dice en voz alta Bonilla, el propósito de escribir es publicar. Por esa razón, Poiesis cuenta con su propio sello, el cual está al servicio (aunque no exclusivo) de los asistentes de los talleres.
Hasta ahora, Bonilla, Alfaro y Dobles son quienes han presentado su obra con esta editorial.
Dobles llega pasadas las 4 al taller y asiste acompañada de un joven nuevo integrante. Otra muchacha también llega por su cuenta; recibió invitación al espacio después de que Bonilla leyera algunos de sus poemas.
De esta forma suman sangre nueva al proyecto. Bonilla y Dobles reclutan a escritores que podrían nutrir con sus aportes.
Así llegó Pablo Narval a sus 17 años, cuando apenas comenzaba a escribir. Cuando cruza la puerta de la casa (ahora con 34 años), Bonilla lo recibe como si fuera un hijo: uno que lleva varias semanas sin aparecer por la casa, pero cuyos méritos –el premio Lisímaco Chavarría 2015, entregado por el Centro Cultural e Histórico José Figueres Ferrer– eclipsan cualquier desliz.
Reunidos todos, Bonilla culmina la primera parte del taller y para aprovechar el receso para agasajar a Dobles, quien cumplió 73 años el 1 de marzo.
Alrededor de la mesa de comedor hacen lo que mejor saben hacer después de trabajar nueve años juntos: empinar el codo –sea con vino, café o té–, celebrar sus logros y acompañarse en sus fallos y tristezas.
El Magón de Bonilla pesa, no como lo hace un premio nacional, sino como la huella de la comunidad que fundó.