El apodo es una biografía Polaroid: el retratado queda metido de inmediato en la jaula de una palabra o de una frase y posando ante la mirada de la posteridad; mas, si el apodo es denigratorio, el apodado queda posando ante la posterioridad. En este último caso, el apodado se defenderá sentenciando que eso no importa porque “los últimos serán los primeros”; sí, claro, pero ¿cuándo?
El apodo es un disparo de la síntesis contra la pose. Así, uno se pasa la vida tratando de ser respetado cuando ya no se es respetable; uno estudia fieramente y termina exhibiendo más títulos que una librería; uno se esmera en limpiar su pasado con el trapo de la mala memoria ajena (que para esto está); uno vibra a punto de emerger, luminoso, del revuelto tonel de los perdedores, cuando alguien que nos conoce demasiado nos infiere un apodo que nos retrata como somos; es decir, nos publica una biografía no autorizada en una sola palabra.
Si las biografías se redujesen a los apodos, las enciclopedias tendrían cuatro páginas, habría más arbolitos en los bosques, y todos los aficionados a la lectura podrían disfrutar de la televisión, que es lo moderno.
Los apodadores son observadores que se fijan en un detalle ajeno; por tanto, el apodo es minuciosidad. Un hombre que tiene la manía de repetir “exactamente” ya puede ir suponiendo cuál será su apodo.
Según los rétores, el apodo entra en la categoría de las figuras de substitución del significado, como las metáforas (mas ¿no es acaso un apodo una metáfora?). En su Retórica (III, 10), Aristóteles cita el apodo que Pericles aplicó a una ciudad enemiga cuando la llamó “legaña del Pireo [el puerto de Atenas]”. La antífrasis es el apodo inverso: llamar “Gordo” al flaco, y viceversa.
Si el apodo es debidamente perverso, cae en la categoría de las figuras del pensamiento, como la ironía. El Chapulín Colorado se autoironizaba: “¡Más valiente que un ratón!”, y lo curioso es que esta ironía es absolutamente cierta.
Una variación de la ironía es el asteísmo, muy recomendable como elogio crudelísimo. Por ejemplo, una alabanza del hipocantante (potro bucal) Alejandro Fernández sería: “Es un triunfador: los mediocres estamos orgullosos de él”. Lo curioso es que tal asteísmo es absolutamente cierto. Hace muchos años, en otro país, se produjeron dos asteísmos muy agradecidos entre un periodista y un político:
–Señor ministro: su presencia deja un gran vacío y confirma la fuga de talentos.
–¡Muchas gracias, joven!
Podría decirse que el señor ministro se debatía entre ser un Bruto sin César o un bruto sin cesar.
Apodo es síntesis. El apodo es una piedra tirada contra unos pies de barro. El apodo es la verdad que está de prisa. El apodo es la caricatura hecha palabra. El apodo es el otro yo que nunca nos conviene, pero que habla por nosotros cuando nos tomamos demasiado en serio.