Una vez que se apagan las luces del Teatro Nacional, el tiempo puede ser un elemento difícil de medir.
Este martes, sin saber si es de día o de noche –a pesar de que en esta ocasión el recinto abre sus puertas para la sección Teatro al Mediodía–, los mundos que se generan sobre las tablas principales son luz o sombra según lo requiera, como si no existiera un mundo fuera de sus puertas.
Pero para Paulina Peralta, la directora de la obra Madre Tierra, este escenario es temporal: nada más necesita una hora para realizar una intensa reflexión que haga salir con otros ojos a todos los que miran el espectáculo que imaginó.
"El arte permite decir las cosas sin ser panfletario, sin ser aleccionador de manera fácil. Uno le puede llegar a la gente de otra manera", advirtió hace tan solo una semana con miras a este espectáculo que realiza la Escuela de Flamenco Paulina Peralta.
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En Madre Tierra se plasman todas las preocupaciones de esta bailaora de 76 años que, ante la mirada desidiosa por el ambiente que ha encontrado, ha decidido subirse al teatro y hacer lo que mejor sabe: girar como solo ella puede y con quienes quiere.
¿Un mundo ideal?
Madre Tierra no es una obra sobre polos opuestos: el bien y el mal existen pero no lo son todo.
El universo que trazó Paulina Peralta requiere de una interpretación lo suficientemente fuerte como para transmitir desde los tacones el zumbido de la destrucción.
La Tierra (la Madre Tierra, en esta obra) está en el peligro que la humanidad conoce pero que normaliza. Fuerzas vestidas con trajes oscuros zapatean en círculos a la Madre Tierra para dejarla indefensa.
Mientras una secuencia de audiovisuales (realizados por Daniela Arce y Alfredo Ramírez) abre un juego de sombras al fondo del escenario, los personajes entallados con colores claros comienzan a oscurecerse.
Ni la poesía que evocan las danzas flamencas pueden romantizar el escenario: el mundo se está destruyendo.
El espectáculo, por su parte, es imponente y mantiene en asombro al público (que dejó al Teatro Nacional a casi su completa capacidad), pero el mensaje es incisivo y angustiante.
No hay luna que soporte la oscuridad representada en la danza. Tangos y tientos llenan a la Madre Tierra (personaje y obra) de una nostalgia inflingida.
El olor a un mundo perdido se percibe cuando el personaje de la Luna cae irremediablemente al suelo y deja el desconcierto.
Los abanicos de los bailarines se abren y cierran, queriendo emular una brisa devastadora. Los zapateos parecen venir de un derrumbe irreversible que contribuye a esa atmósfera.
Pero Paulina Peralta es una mujer esperanzada. Su obra, inexorablemente, refleja lo que ella es: una persona creyente.
La destrucción, al mirar que nada queda después de su hegemonía, procura redimirse. Un baile de sevillanas, cargado de colores, anuncia el optimismo.
La misma Paulina Peralta entra vestida al escenario y el teatro es suyo. Los aplausos no ceden y el mundo de este universo florece.
Peralta regresará una vez más en la rumba que dará cierre al espectáculo. Las flores crecen, la lluvia inunda la resequedad de las almas y los aplausos resuenan en el teatro abarrotado.
La veterana bailaora ni pretende esconder su sonrisa. Solo espera que, sin falsas simulaciones, el mundo florezca.
De lo que sí puede estar segura, es que sus mundos llenos de floreos y movimiento no escatiman en color.