Jamás hubo cine sin música: aun en la época de las películas mudas, un pianista solía acompañar –mimetizando sonoramente– la acción del cinematógrafo. Hoy en día, las películas de Chaplin son a menudo presentadas de conformidad con esta tradición: el pianista improvisa in situ , “ilustra”, “comenta” musicalmente lo que vemos en la pantalla: bella experiencia. Demanda músicos versátiles, capaces de “traducir” las imágenes visuales en formas sonoras elocuentes: cuando Chaplin se debate dentro de un barco en plena tempestad, los glissandi ascendentes y descendentes del piano son una magnífica “onomatopeya” del vaivén de la marejada.
Pervivencia en la música. Siempre habrá que tener a mano una lírica melopea para la aparición de la bella Paulette Goddard, y amenazadores trémolos en el registro grave para el gendarme, el militar o el villano. La música y el cine son un binomio, se fecundan recíproca y simbióticamente.
Muchos pensarían, prima facie , que el cine integra a la música como uno de sus elementos constitutivos: cuestión de crear atmósfera, generar suspense, levantar el nivel de calorías emocionales de una escena grávida de sentimientos. No estamos tan seguros de ello.
Lo único que pervive de muchas películas es su música (el Concierto Varsovia , de Addinsell, se convirtió en pieza autónoma, mientras que la cinta para la que fue compuesto no cesa de acumular polvo en los archivos fílmicos). Un culebrón como Los diez mandamientos vale por la soberbia música de Elmer Bernstein, y muchas de las películas del realismo socialista soviético e staliniano son memorables únicamente gracias a la colaboración de monstruos de la talla de Prokofiev o Schostakovitch.
La música que aterró a los bañistas. Todos hemos visto la película Tiburón , catapulta mediática de Steven Spielberg. Fue estrenada en Costa Rica el 25 de diciembre de 1975, en el cine Metropolitan: una página entera del periódico a guisa de anuncio.
Para la mejor “disaster movie” de los años 70, John Williams compuso una música que no podría ser más simple y eficaz. Ustedes la conocen: un motivo de segunda menor en los bajos, reiterado amenazadoramente, con llamados ascendentes de los cornos, y la sorda percusión del piano en el registro grave. La mitad del éxito de la película radica en su música.
El Leitmotiv del tiburón –motórico, inexorable, elemental: una fuerza de la naturaleza– ha sido reciclado ad nauseam para evocar el avance de todo cuanto es maquinal y fatídico. Música irreductible, minimalista.
Un crescendo de dos notas martilladas obsesivamente genera más miedo que el pobre animalito –cuyas mandíbulas no coinciden al cerrarse sobre su presa, a tal punto fue mal fabricado–. Hoy, la digitalización permite efectos especiales infinitamente más convincentes, pero no tendríamos la música de Williams ni la sobrecogedora presencia de Robert Shaw (moderno capitán Ahab). La imagen digital no basta para hacer buen cine, aunque Hollywood persista en creer lo contrario.
Primero fue la música. Hubo realizadores cinematográficos que dieron poder omnímodo a sus compositores, casorios de cineastas y músicos geniales. Hitchcock prefería modificar sus escenas antes que amputar o violentar las partituras de su compositor preferido, Bernard Herrmann. Fellini adaptaba sus películas a la música preexistente de Nino Rota: hasta tal punto respetaba su trabajo. ¿El resultado? Miel sobre hojuelas.
No es exagerado afirmarlo: la potencia psicológica de Psicosis procede de la música de Herrmann. Los chirridos de los violines –glissandi en el registro sobreagudo– durante la secuencia en que Norman Bates asesina a Marion Crane en la bañera, tornan la imagen imborrable.
Esos alaridos de las cuerdas, cuchilladas sonoras que horadan los oídos y la conciencia, no son una “réplica” de los gritos de la víctima (para eso tenemos ya a Janet Leigh desgalillada), sino una metáfora musical de las puñaladas: sonido punzocortante, ríspido, reiterado con brutal encarnizamiento.
La morosa secuencia durante la cual Bates limpia el baño y dispone del cadáver, deriva todo su interés de la música: cuando la acción languidece, los violines de Herrmann asumen el papel de narradores, por poco de protagonistas. Sin la música, la escena moriría de inercia.
El onirismo de Fellini, sus fiestas abigarradas –entre góticas y psicodélicas– serían inconcebibles sin Rota. El erotismo de Julieta de los espíritus es más producto de la atmósfera de irrealidad creada por la música, que de la imagen, por caleidoscópica y delirante que sea. Fellini pierde mucho de su sortilegio y encantamiento cinematográfico después de la muerte de Rota, en 1979.
Directo al corazón. ¿Concebirían ustedes Casablanca , de Michael Curtiz, sin You must remember this? ¡Cuánta intensidad emocional perdería el desenlace –la lacerante despedida de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en el aeropuerto– si le quitásemos las reminiscencias del tema de amor, los acentos de la Marsellesa y el Leitmotiv de los nazis, justo en el momento en que, con fragor infernal, arrancan las hélices del avión que separa a los amantes! La secuencia sería sosa, sin la música de Max Steiner.
Todo está en la partitura: la angustia de Bergman, el estoicismo apenas contenido de Bogart, la épica circunspección de Henreid, y la amenaza del energúmeno nazi que se precipita para detener a Victor Laszlo. Admitámoslo sin ambages: todos somos, más o menos, sentimentales. No es una injuria, por cierto. Convendría purgar la palabra de su mala reputación y restituirle su dignidad semántica.
La trilogía de El padrino incorpora referencias operáticas –de manera explícita en el tercer Opus , con Cavalleria rusticana , de Mascagni: una instancia de “teatro dentro del teatro”. Es que, en efecto, la saga de los Corleone es una especie de ópera gangsteril, llena de crímenes de pasión, ajusticiamientos de casta, vendettas dignas de Verdi. La tonalidad predominante no es la violencia –pese al tremendismo y sanguinolencia de las balaceras–, sino una profunda, irremediable, atávica melancolía, la del desterrado, el desarraigado: el “mal de patria”, la “homesickness”, las “saudades”, la añoranza por la lejana Sicilia, la siempre dolorosa pregunta por el origen. ¿De dónde vengo? ¿Qué soy: siciliano, italiano, americano, patriarca de una familia de mafiosos, hijo, hermano, gánster que hizo del asesinato una de las bellas artes (como De Quincey con el crimen)?
El gran cuestionamiento de El padrino es la identidad, y quien dice “identidad” dice “lengua materna”, “hogar” y, en última instancia, “madre”: de allí que la música de Rota sea más nostálgica que convulsa.
Chaplin era por lo menos tan buen compositor como actor y cineasta, y escribió la música de Los tiempos modernos y Luces de la ciudad . ¿A qué especie indeterminada pertenecía este monstruo universal, criatura teratológica que transformaba en oro todo cuanto tocaba? Con tal respeto y conmiseración supo retratar al hombre del siglo XX, desconcertado, enarbolando banderas a pesar suyo, combatiente de causas que le eran por completo ajenas. Hay que oír su música. No lo hubieran hecho mejor Stravinsky, Gerswhin o Schostakovitch.
La sonrisa de Paulette Goddard jamás sería la misma sin la “sonrisa” musical que Chaplin le propone, y la fábrica entre cuyos feroces engranajes es molido el pobre Charlot nunca sería tan cómica al tiempo que ominosa, si el compositor-director no la hubiese dotado de esos ritmos grotescamente mecanicistas que nos taladran el alma.
El cine, la música…: una colisión de alisios y septentriones en mitad del océano. La consecuencia inevitable era un huracán de magnitud planetaria. Gerswhin, Prokofiev, Schostakovitch, Bernstein… Inmensos compositores honraron el cine con su música. Bergman, Hitchcock, Fellini, Truffaut… Inmensos cineastas honraron la música con su cine.
Un pacto de sangre, una verdadera cocreación. ¿Hubiera compuesto música para el cine Beethoven, de no haber tenido la desconsideración de morirse antes del invento de los hermanos Lumière? Es con absoluto desparpajo que respondemos: sí, sí, sí, una y mil veces sí.