El problema con los relojes de sol es que se paran por las noches, de modo que, por las mañanas, los gallos han de darles cuerda con las hélices voladoras de sus cantos. Los únicos gallos que no sirven son los de Luis Miguel cuando nos “canta”.
Así eran los días en el antiguo Egipto, con sus relojes de sol que eran pirámides: el faraón leía La Piedra de Rosetta de la mañana y se enteraba de cuánto costaba cambiar el camello por uno del año, y también leía las recientes noticias de la Antigüedad, como la de que un escriba había huido con el dinero de la Fundación Pro Pirámide de Egipto.
Los papiros de espectáculos no eran tan amenos cual hogaño pues ningún profeta había inventado el cine, falta de iniciativa que, a la vez, impedía ver malas películas. Hoy sabemos que lo bueno del mal cine es que se pierde de vista.
En la página B-6 aparecerían noticias sobre el primer cantautor de la mitología, el gran Orfeo. En sus tiempos, nadie había inventado los derechos de autor, de modo que el buen Orfeo se pasó toda la vida creando melodías que los compositores multiocio presentaban como suyas ante el culto público o el que llegare. Luego, el tiempo pasó –y es curioso que, siendo tan antiguo, no haya aprendido a hacer otra cosa–, y, cierto día, Orfeo intentó cobrar sus derechos de autor, pero le respondieron que eso era imposible: que volviese a la realidad pues él solo era parte de la mitología. Orfeo nunca supo que la mitología es la estación pirata de la Historia: transmite sin pagar impuestos a la realidad y suele ser más divertida.
Según han probado los mitos, la vida de Orfeo fue novelesca de película. Así, acompañó a los argonautas cuando fueron a invadir países con el pretexto de buscar el vellocino de oro: encontraron el vellocino e inventaron la geopolítica.
El dulce canto de Orfeo salvó a los argonautas de caer en garras de las sirenas asesinas (aves: no peces, como creyó Walt Disney), quienes entonaban cantos seductores. Felizmente, la voz de Orfeo se sobrepuso cuando sonaron las sirenas, y los argonautas pudieron luego invadir tranquilamente los países.
Ya nadie cree en la mitología, aunque siguen publicándose programas de gobierno. Nosotros preferimos seguir un sabio dictum de Eugenio d’ Ors: “Dejadme inventar esta leyenda y creer en ella, como un griego, inmediatamente después de haberla inventado” (“Temístocles” en El valle de Josafat).
En Los mitos griegos (cap. 28), su siempre ameno tratado de mentiras, Robert Graves anotó la muerte de Orfeo según las leyendas –terribles, excluyentes y violentas–: fue acuchillado, decapitado y descuartizado. El final de Orfeo nos enseña cuánto sufre la gente a la que el destino agarra a golpes de suerte.
El mito más famoso de Orfeo nos narra su intento de rescate de su esposa, muerta, del infierno. Fracasó en el instante final, pero nos legó un locus –un lugar– celebérrimo de la poesía: el “amor constante más allá de la muerte”, cual reza un soneto de Francisco de Quevedo. El verdadero amor tiene mala memoria para el olvido. Orfeo siempre vuelve por la persona en la que fue feliz.