En La Chinoise (La China, 1967), tal vez la obra más representativa de la filmografía del director francosuizo Jean-Luc Godard, una joven revolucionaria entabla una conversación en un tren con el filósofo y activista francés Francis Jeanson. La escena está elegantemente adornada por música de Vivaldi y la belleza de la joven, en sus tempranos años veinte, con cuello de tortuga y chaleco ultraestilizado.
¿De qué le habla el personaje al filósofo? De destruir las universidades, organizar a los estudiantes para leer a Mao, ponerse de acuerdo para cosechar melones como forma de subsistencia, detonar bombas en lugares específicos y volver a erigir la educación dentro de un nuevo régimen con conciencia social.
Ante ciertos cuestionamientos básicos del filósofo (¿por qué?, ¿de qué forma?, ¿cómo?), la joven se inhibe, pierde seguridad, no sabe cómo responder. Su semblante adquiere un aire cálido, inocente, un poco desvalido. Esta escena posee especial interés por la fecha de realización del filme: un año antes del mayo del 68 francés.
En tal secuencia vemos una constante del movimiento denominado Nouvelle Vague (Nueva Ola), corriente filmográfica nacida a finales de los años 50 en Francia.
Utilizando un bagaje cultural y cinematográfico importante, los realizadores prestaban entonces particular atención al conflicto político y a la voluntad de cambio hacia el socialismo.
Tal compromiso ideológico también se percibe en los filmes de otros compañeros de tendencia semejante a la de Godard. Sin embargo, este director realiza un giro mostrando la manera en que sus jóvenes protagonistas mantienen también –conviviendo con sus ideales sociales– actitudes ingenuas, narcisistas y superficiales, desprendiendo así sus películas de la propaganda pura. En el trabajo de Godard existe una ambivalencia que vale la pena apreciar.
Fragmentos de época. Se le atribuye al realizador haberse referido a sus películas como un mundo en fragmentos. Bastante apropiada se podría considerar la frase tomando en cuenta su estilo fílmico. Sus películas parecen girar en torno a muchos ejes. Como si fuese un espectáculo de malabarismo, Godard pone en juego varios de sus fetiches argumentales y estéticos, lo que –a simple vista– incurre en la oposición y la negación mutua.
Esta es una constante en su filmografía: fragmentos, escombros de cotidianidad que se ven reflejados en un montaje episódico, y que serían propensos al desglose y a la división de no ser por una característica fundamental de su creación. Godard encuentra prodigiosamente la manera de lograr alguna articulación para su alegato, aun con una voz de autor que no deja de desmentirse.
En su largometraje Masculino-femenino (1966) es especialmente evidente tal fenómeno; por una parte, su estilo narrativo está dividido en 15 partes que bien podrían funcionar como cortometrajes por sí mismos, pero que adquieren un significado global mayor a la suma de sus partes.
En cuanto a lo temático, el ser sus protagonistas jóvenes (factor común de la mayoría de sus filmes) permite una permanente puesta en cuestión, tanto en esta película como en su filmografía en general, de un periodo etario particular que vendría siendo la adultez temprana.
El director retrata jóvenes revolucionarios e insurrectos, con preocupaciones políticas, éticas y filosóficas. Aun así, al mismo tiempo, sus recurrentes personajes gozan y padecen de los placeres, llamados por ellos mismos “burgueses”, que tanto intentan despreciar.
A la ecuación se le suma un arraigo a la inocencia que tan hermosamente retrata Godard. Canónica de los intereses del director es la siguiente escena de Masculino-femenino . Sus dos protagonistas hablan sobre la ideología política de Sade a la vez que juegan con una guillotina de juguete: alegoría a esa edad de incertidumbre y de inocencia; a su belleza y su peligro.
Entre lo reaccionario y lo subversivo. El interés por la ambivalencia de la juventud politizada continuó siendo el común denominador de sus películas, sobre todo en los años 60, cuando sus filmes parecen estar elaborados “por partes” no por puro capricho, sino para mostrar a ese humano fragmentado entre la adultez y la niñez, entre el juego y la responsabilidad, esos binomios a veces de tan difícil convergencia.
Muestra de ello son películas como Vivir su vida (1962), donde una muchacha, al borde de los veinte años, se ve obligada a ejercer la prostitución intentando seguir su sueño de convertirse en actriz. En Weekend (1967), la moda, los autos deportivos y el lujo comparten celuloide con el monólogo desesperado de un obrero que dice vivir en condiciones de explotación. Made in U. S. A (1966) es una sátira llena de incoherencia narrativa que critica el estilo de vida norteamericano.
Todas esas películas podrían estar bajo un mismo signo, que Godard mostró en Masculino-femenino, cuando el siguiente texto aparece al teñirse la pantalla de negro: “Esta película pudo haberse llamado: Los hijos de Marx y la Coca-Cola”.
Dicha contraposición no se vuelve grotesca bajo el lente de Godard; no condena una cierta doble moral, sino que muestra con agudeza una vicisitud humana, con todo y su insumo de patetismo.
En la convulsa época de la revolución juvenil de los años 60, el director logra retratar el ferviente grito de libertad de sus protagonistas, pero sin excluir su correspondiente balbuceo.
Recordando las palabras de Salvador Allende cuando aseveró que un joven no revolucionario es una contradicción incluso biológica, Godard hubiera respondido afirmativamente, pero al mismo tiempo mostraría su filmografía para matizar la respuesta.
¿Y ahora? A sus 81 años y tras una producción de más de una centena de obras, contando documentales, largometrajes y cortos, Godard continúa activo. Su último filme es Adiós al lenguaje (2014) y se estrenó en el Festival de Cannes, donde ganó el Premio del Jurado.
Como muestra de que su compromiso con la búsqueda de nuevas formas narrativas tampoco ha cesado, tal filme fue rodado en tercera dimensión, un formato poco usual en el cine independiente.
En una entrevista otorgada al diario argentino Clarín, Godard reflexiona con una declaración que podría servir como principio regidor de su obra íntegra: “Desde hace tiempo sé que hay un solo lugar donde pueden cambiarse las cosas: en la forma de hacer películas; o sea, en el cine. Es un mundo pequeño. No es un individuo solo, es una célula viva de la sociedad”.
Así continúa el cineasta hoy, realizando una suerte de alquimia entre la ficción y el documental, sin miedo a incluir la ambivalencia argumental en sus relatos, realizando cine directo y político, enmarcando, en su metraje, aquellos jóvenes, embellecidos de complejidad.
El autor es estudiante de psicología en la UCR y programador y presentador de los viernes cinéfilos en la Alianza Francesa.