Jon Lee Anderson: el reconocido escritor que empezó chapeando y que ha escapado de la muerte

El reportero de ‘The New Yorker’, quien es conocido por sus libros y por ser un referente en la escritura de perfiles periodísticos, repasó su apasionante carrera, una que le permitió vivir múltiples y peligrosas experiencias y a la vez hacer familia.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Tiene más de 40 años de carrera, reconocimiento mundial y aun así es un profesional con vocación para detenerse a enseñar, para compartir enriquecedoras anécdotas y hasta para guiñar en señal de camaradería.

Así es Jon Lee Anderson, reportero de The New Yorker conocido por dedicarse a recorrer el mundo escribiendo sobre guerra y perfilando a figuras que están en el poder, principalmente en Latinoamérica. A veces, también, ha dedicado sus instintos y letras para narrar sobre personas “normales” que están haciendo genialidades como el caso de Nadia François, una mujer haitiana que dio soporte a su comunidad tras un desastre natural.

Hoy es una figura de renombre, pero para llegar a este lugar de privilegio en el que tiene la facilidad de que su medio le financie un viaje para ir a un país a escribir sobre alguna situación, tuvo un inicio en el que llegó a Centroamérica con “una mano delante y otra atrás”, según contó, hace unos días, en una charla...

Sí. claro. Yo pasé años quedándome en hoteles de mala muerte y con una mano delante y otra atrás. Antes de ser periodista hice muchos viajes desde muy joven y también trabajé haciendo labores que a lo mejor otros consideran indignas. Yo le digo a la gente y no lo toman en cuenta, pero cuando digo que trabajé como machetero (chapear, limpiando maleza), gané $1 por día, gané igual que los demás, viví como campesino a los 18 años. Así aprendí español.

¿Con un trabajo tan errante como el suyo, cómo se hace para formar familia?

Tuve mi familia ya con esta vida adquirida, he tratado de darles estabilidad pero también incluirlos en mi vida. Tengo tres hijos, ahora veinteañeros todos. La mayor está haciendo una maestría en Rusia, la del medio está trabajando en diseño en California y el pequeño, el varón, está haciendo una maestría en Londres; todos son bilingües o trilingües, todos hablan español. Ellos se criaron entre Inglaterra, España y Cuba y son angloamericanos porque yo soy estadounidense y mi mujer es inglesa.

Cuando iba a lugares de guerra obviamente no los traje conmigo, intenté que ellos estuvieran con su madre, seguros y yo procuraba llamar todos los días, no para contarles de lo que veía o sabía, sino para darles continuidad paternal y me acuerdo que la mayoría de esas conversaciones eran dedicadas para escucharlos a ellos, de cómo eran sus tareas, sus juegos de rugby o su clase de baile. Esas cosas de padre y madre normales.

¿Cómo es trabajar en guerra? Usted generalmente les pregunta a sus entrevistados que si tienen temor de morir. ¿Usted ha sentido la muerte muy de cerca, ha tenido miedo de estar allí?

Muchísimas veces. No puedes ir a la guerra sin que te roce de cerca. He ido a más de dos decenas de guerras y en algunos casos en repetidas ocasiones. He vivido dentro de la guerra, me han pasado muchas cosas. Aquí estoy.

¿Qué cosas? ¿Puede contar algunas de ellas?

De la vez que me rozó una bala, de cuando me secuestraron…

¿Lo secuestraron?

Dos veces. La primera me tomaron como rehén durante una batalla en Gaza en un enfrentamiento entre radicales musulmanes y tropas israelís y me utilizaron durante varias horas como escudo humano en el techo de una mezquita mientras enfrentaban a los israelís que tiraban.

Luego pensaron que yo era judío y me pasaron de un grupo a otro y en un momento dado me iban a lapidar, un grupo se formó y empezaron a agarrar piedras y pedazos de bloque para lapidarme y yo insistía que no era israelí, con las pocas palabras de árabe que tenía les insistía que yo era periodista, pero se había formado una turba y es muy feo porque no te escuchan. Es un linchamiento. La gente se forma en jauría. Al final me salvó la vida un tipo que me reconoció y expresó una duda y yo insistía en que era conocido en ese barrio y era verdad, yo estaba en casa de un chico lejos de esta comunidad, ante la duda no me lapidaron, pero me entregaron a un chico que me utilizó como escudo humano.

Después un tipo que creí que me iba a salvar me llevó a un callejón donde un soldado israelí disparó y casi nos mata, tiró pero la bala no nos dio. Luego el tipo del callejón me entregó a tres tipos y ahí entendí que sí me iban a matar, solamente que con cuchillos y me escapé. En un flash de momento mientras me movían, me soltaron dos, uno me tenía detrás de la mezquita, sabía que si iba con ellos ahí me iban a matar, lo supe por la forma en la que me miraban. Cuando te van a matar lo sabes, está en los ojos.

Me fui corriendo y logré pasar 40 pasos y no tenían armas para tirar y quedaron con la duda de si ir a atraparme porque estaban expuestos a que los israelís les dispararan. Cuando salí me topé con los israelís y actuaron muy toscos conmigo porque no sabían quién era yo, uno me tiró una piedra (risas). Finalmente me sacó de ahí un coronel noruego de las tropas de la ONU. Eso fue duro. Esa fue la primera ocasión.

¿Qué consejos le da a los periodistas jóvenes, porque los tiempos cambian, pero, ¿qué es lo que no debería cambiar en el periodismo?

La ética. Tener siempre presente su conducta moral. Si no son buenas personas, no pueden ser buenos periodistas. Uno tiene que tener un poco de maña, eso sí, uno puede ser muy de la calle, muy canchero, pero hay momentos para eso y momentos en los que no es idóneo. Pero siempre hay que tener la conducta humana encima de todo. Y recordar que uno finalmente lo hace como oficio público.

Una de sus piezas más connotadas es la biografía del Che Guevara. Aparte de esta, ¿le tiene cariño especial a alguno de sus textos?

Mira, sí. Tengo una serie de crónicas que dirían que son más sonados porque son de Pinochet, Gabo, y reconozco que estoy complacido por haber hecho esos artículos, haber logrado el acceso y considero que lo hice bien; pero hay dos textos que son la excepción, pues siempre estoy ligado con el poder, el conflicto, y estos dos no tienen que ver con eso. Uno es un perfil de una mujer que vive en un tugurio en Haití y el otro es de un señor que conocí en Nueva Orleans después del huracán Katrina. Son estampas de gente normal y me siento muy complacido de haberlos podido perfilar y creo que son dos de mis piezas favoritas.

Justo de ello quería hablar. Cuando no está escribiendo acerca de alguien ligado al poder y habla de estos personajes “normales”, ¿qué es lo que usted busca en ellos o en sus historias para poder contarlas? Lo digo por este perfil de Nadia, la mujer que estaba haciendo un trabajo por sus semejantes en Haití…

Busco su humanidad. En ambos caso logré, siento yo, acercarme a su esencia y lo pude plasmar, quizá no es una virtud mía, sino fueron las circunstancias y en el caso de Nadia, realmente dramática, era una mujer que formalmente hablando no es “una buena mujer” en el antiguo sentido de la palabra, sino algunos la llamarían una malandra, no creo que lo era, pero sí había pasado tiempo en la cárcel, vivía en un tugurio, tenía mucha personalidad y, a mi juicio, era una especie de heroína sin que lo supiera.

Tenía aspectos heroicos. El acto en el que la encontré desenvolviéndose, de llevar a los chicos del barrio en el que vivían y que estaba literalmente en un barranco lleno de basura, hasta la ciudad, era un sol buscando algo para traer a la comunidad que estaba olvidada y abandonada tras ese terremoto tan horroroso. Era un acto de heroína natural sin que lo supiera. A través de alguien como Nadia uno logra romper moldes de percepción. Todos tenemos prejuicios y esta de pronto es una triple de portada de Estados Unidos: vive en un tugurio, es mañosa, y sin embargo está salvando gente. Es una nobleza autóctona y nos pone en desafío en nuestros prejuicios sobre quién es alguien, quiénes son realmente la gente bien y quienes son los malandros. Ella rompe ese molde. Me gusta que si la gente lee algo mío, se inquiete por lo que se ha removido en su conciencia, les he removido sus prejuicios y tienen obligadamente que mirar la humanidad de una forma distinta.