Flora Sáenz de Langlois: una artista que crea su fantasía natural

A sus 90 años, la artista ha dibujado un fantástico mundo de armonía natural de detallada sofisticación

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Door County, en Wisconsin, es una lengua de tierra entre la Green Bay y el lago Michigan, al norte de Estados Unidos. Le llaman Cherryland, y las cerezas se asoman por todas partes como emblema de una península boscosa, sitio de veraneo y colonia de artistas desde mediados del siglo pasado.

Por varias décadas, una artista costarricense salía a pasear por los extensos parques y bosques protegidos que florecían tras su casa: cerezos, manzanos, tilos, cedros, hongos, aves y flores la recibían. Llevaba consigo un taburete y dibujaba; se llevaba a casa setas, ramas, semillas. “No podía llegar a la casa con las manos vacías, siempre llegaba con alguna cosita”, recuerda.

Flora María Sáenz de Langlois, hoy de 90 años, convivió con la naturaleza –y la vibrante comunidad artística de Door County– por décadas. Enviudó joven, pero nunca estuvo sola: tenía sus árboles, sus colegas, sus exposiciones y sus clases.

La hija de la artista Luisa González Feo (hermana del exministro de Cultura y también pintor, Guido Sáenz), de vuelta en Costa Rica desde hace siete años, hizo su vida y su carrera en Estados Unidos, rodeada de la belleza natural en la zona de los lagos, pero en sus paisajes siempre asomaban flores y hojas del trópico. “Esa simbiosis con la naturaleza que toda la vida ha sido parte de mi persona… Debe haber un arbolito creciendo ahí adentro”, bromea.

“Flora, dominio de la fauna”

El apartamento de Sáenz, en Sabana Oeste, reposa silencioso e invadido de luz. Cada mañana, tras vestirse, desayunar y leer el periódico, la artista camina hacia su estudio y se dedica a pintar. Su espacio de trabajo alberga sus utensilios en ordenadas cajitas, obras en proceso y muchos bocetos, recortes de diarios y libros.

Una mañana reciente, Sáenz nos recibió junto a la curadora María Enriqueta Guardia-Yglesias (ella me había contado del trabajo “extraordinario” de Sáenz: “Nadie en el país trabaja las técnicas que ella utiliza”, aseguró). Alegre y satisfecha de hablar en detalle de su arte, Sáenz nos mostró un álbum en el que recogió, a lo largo de los años, todo lo que se publicaba en Estados Unidos sobre ella.

“Desde que se mudó a la Door Peninsula, en el verano de 1980, (...) ha empezado a lidiar con asuntos de transformación, utilizando el pájaro emergiendo de la figura femenina como un símbolo de libertad y crecimiento personal”, escribía el crítico James Auer en The Milwaukee Journal .

Otros símbolos, como la Madre Tierra, nidos, casas antiguas y torrecillas elevadas sobre floridos paisajes recorren su obra, que una mirada superficial juzgaría de ingenua.

Vistos en conjunto, sus cuadros, elaborados con una sofisticada atención al detalle, minuciosamente conocedores de la naturaleza, y poblados de fantásticos personajes que danzan y celebran la armonía con el entorno, traslucen la compleja y amorosa relación con la naturaleza de una artista paciente, dedicada. Florecen. Vibran.

¿Hay algo del carácter mágico de la obra de su madre, quizá? ¿Hay susurros lejanos de surrealismos latinoamericanos? También, por la técnica de punta de plata, composiciones evocan obras de los siglos XIV y XV; hay algo de la rica y erudita tradición de la ilustración de naturaleza estadounidense.

De Flora Sáenz impresiona su destreza con esa técnica, heredada del Renacimiento, que consiste en dibujar con una punta metálica sobre un papel preparado, de modo que las líneas se marquen sobre la superficie y, con el tiempo, se oxiden y oscurezcan. Eso sí, Sáenz añade color (acrílico), con una paleta rica y atrevida.

Su estudio de la técnica lo realizó con prominentes profesores como Karl Priebe. “En esa época se usaba polvo blanco de zinc y se mezclaba con cola de conejo (goma), se preparaba y pulía la superficie, con un colmillo de jabalí que me dio papá (Adolfo Sáenz), y tenía tal vez un poquito de topografía, pero trataba de que no quedaran orillitas, porque tenía que estar muy diluida”, detalla.

“Le daba tres capas: una para un lado, otra para el otro, y una tercera para estar segura de que tenía suficiente. La pulía y sobre eso empezaba a dibujar con punta de plata. Hay que estar muy seguro de lo que se va a hacer, porque no se puede borrar”, explica Sáenz.

A tan minucioso trabajo se suma la aplicación del color en veladuras: “Prefiero construir la superficie en vez de usar una sola capa. Al dar capas muy transparentes el color se vuelve más interesante y le da una cierta dimensión”.

Guardia complementa: “Además de pintar en capas, ella hizo otra cosa muy novedosa con la punta de plata: incluir color, color con caseína para que cogiera la tonalidad”.

Esas capas, y ese color, se aprecian al observar de cerca los paisajes y los bosques de Sáenz, que impresionan por la variedad de verdes –si uno conoce la naturaleza de cerca sabe que no alcanzan apellidos para el color verde para describir la fastuosa diversidad de las selvas y los campos–.

“Raíces”

“Es probablemente eso que se le mete a uno por las venas. Crecí viendo a mamá pintar. En la casa, subiendo las escaleras, ya sentía uno el olorcito de la pintura del óleo. Ella pasaba horas ahí. Se le olvidaba almorzar, la tenían que llamar”, recuerda Flora de su madre, Luisa.

Uno de sus cuadros más sugerentes, Which Way, Mother? (1979), muestra a su madre, ya anciana, en su vieja casa escazuceña, en una silla al frente, y al fondo, guiada por su hija.

Más adelante, cuando Flora volvía a Costa Rica, pintaban juntas en el estudio, iluminado por una ventana que daba al sur. No hubo una influencia directa de su madre en su estilo, pero sí compartieron mucho. “Trabajábamos juntas en el estudio cuando yo estaba aquí, pero ella nunca me decía que hiciera esto o aquello. Más bien, ella me pedía a mí, si había alguna figura en la pintura de ella, me decía; ‘Ay, Florita, ayudame con la anatomía, acordate que yo nunca tuve clases de anatomía’”.

La escuela de Flora, por su parte, sí fue vasta y rigurosa. Sáenz migró para estudiar en Estados Unidos a fines de los años 40, como su hermano, Guido. Contrajo matrimonio con Leslie G. Langlois en 1954 (tuvieron un hijo, Jeffrey).

“Cuando me casé, mi marido estaba terminando la escuela médica. Yo ya tenía tres años de escuela en California”, recuerda. Su maestría la terminó en los años 70 en la Universidad de Wisconsin en Milwaukee, “en veranos y noches durante cinco años”, mientras daba clases de arte.

Luego, se mudó al lado del bosque. “Me fui a vivir a Door County porque era el ambiente ideal para mí”, dice. En un viejo granero frutal, la galería Edgewood Orchard le resultó espacio idóneo para exhibir su trabajo. Vivía a una milla de la galería, en un terreno de dos acres de espaldas al bosque, separado de sus vecinos por muros de piedra.

“Se me ocurrían muchas cosas cuando iba a caminar. Se me venían ideas, se me guardaban aquí (en la mente), llegaba a casa y hacía un pequeño esbozo”, rememora Sáenz. “Es acumular conocimiento sobre la naturaleza. Ente más la vea uno, más la estudia, las formas, los colores, uno va acumulando una especie de enciclopedia interior”.

Se involucró ampliamente en la rica vida artística de Door County, esa comunidad de veraneo devenida en país de artistas donde florecían estudios y escuelas pequeñas. La artista de Chicago Madeline Tourtelot había fundado uno de estos centros, Peninsula School of Art, de cuya junta directiva llegaría a ser parte Sáenz.

En el álbum de recortes que nos mostró Flora, sobresalían una tras otra las exposiciones individuales y colectivas en las que ha ido compartiendo sus plácidas visiones de la naturaleza. En Costa Rica se conoce poco su trabajo y escasean sus obras, pero sigue produciendo. Cuando pinta, usualmente empieza por una figura sin saber adónde la llevará; ese es su “regocijo”.

“La sanadora”

Algunas de sus figuras evocan duendes y ninfas de los bosques. Otros son zorros y aves antropomorfas que se abrazan con sus hermanos humanos en felices celebraciones del éxtasis natural. Hay espíritus como la Madre Tierra, pendientes de su encargo, el mundo.

“Siempre me ha gustado porque era miembro de Nature Conservancy; me metía con cuestiones del ambiente toda la vida”, asegura Sáenz, y bromea que “se aliaron las dos fuerzas” de su papá y su mamá. Su padre, Adolfo, la llevaba con ella al monte a cazar palomas.

Flora no recuerda si ha pintado tempestades.

“Es posible que lo haya hecho, pero la mayoría de las veces yo me siento en armonía con la naturaleza”, dice con su voz serena. “Por dicha que todavía mantengo esa pureza interior de respeto a la naturaleza. Todavía no se me ha manchado”.

Sin embargo, ¿es posible imaginarlo en un mundo tan abocado a su autodestrucción? ¿Es posible imaginar la armonía de sus cuadros, en los que retozan esas jóvenes mágicas y esas aves espléndidas? “Yo espero que lleguemos a esa conclusión, pero cada vez que leo el periódico o veo las noticias, me desilusiono. En el fondo, sé que somos millones, que en algún rinconcito de los Himalayas, o en las montañas de Escazú, tiene que haber pueblitos donde la gente todavía viva en armonía con la naturaleza. No sabe uno, ¿verdad?”.