Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com
Las que nunca se publicaron fueron las columnas de Hércules; de haberse difundido, el héroe griego habría sido precursor del periodismo de opinión; o sea, del que les dice a las cosas cómo deben ser cuando ellas se equivocan, y del que corrige a quienes viven polarizados contra la luz de la razón. Las columnas de Hércules habrían suscitado entonces gran agitación en el Olimpo porque habrían denunciado los acosos de Zeus, las intrigas culebronas de Hera y el chismerío de Hermes, el mensajero de los dioses antes de que se inventase el Twitter, que es lo mismo, aunque más democrático. (La gente es muy injusta pues no sabe lo aburrido que era ser dios y posar horas y horas ante el distraído de Praxíteles.)
De todos los dioses, el más contumaz era Zeus pues despreciaba olímpicamente las críticas. Como muchos políticos, Zeus tenía un solo defecto: era incorregible.
Hércules fue hijo del rey Anfitrión mediante Zeus, de modo que Hércules también fue un semidiós. Ser semidiós era la forma que tenía la gente de ser “celebridad” cuando no había televisión.
Los periódicos de aquel tiempo no lo mencionan, pero es seguro que, al rey Anfitrión, su nombre lo llevó a la quiebra. Quizá por esto, según el libro Mitología griega (p. 127), de Ángel Garibay, el joven Hércules vivió montaraz en las montañas (valga la imperdonable redundancia). En ellas comía una sola vez al día, pernoctaba a la intemperie y vestía una sola túnica. Estas características frugales enseñan que Hércules había satisfecho sus necesidades básicas sin ayuda estatal.
En realidad, de Hércules solamente nos han quedado otras columnas: las de Hércules. Se asegura (pero no hay que creer toda la mitología) que Hércules abrió el mar Mediterráneo al océano Atlántico, de modo que se convirtió en un adelantado del libre comercio y del arancel cero.
Al lado de cada lado, Hércules plantó dos columnas. Una es el peñón de Gibraltar: una península, casi una de las islas británicas, que están en todas partes, condición que torna a Gibraltar en algo así como las Malvinas de verano.
La otra columna tal vez sea el africano monte Hacho, o quizá haya desaparecido sin decir nada. Es que por allí camina mucha gente, y uno no puede confiarse en ser un semidiós pues de pronto se acaba la mitología griega y ya no hay quien cuide las cosas.
De todas maneras, otras columnas no nos han abandonado: las que por miles de millones bullen en nuestra corteza cerebral.
Nuestras neuronas se conectan en haces de microcolumnas de seis pisos (Eric Kandel: En busca de la memoria, cap. XXII).
Esa complejidad interna –y no el tamaño– hace únicos nuestros cerebros. Las ballenas y los elefantes llevan cerebros mucho mayores que los humanos, pero “tejidos” por dentro con menos ganas de complicar las cosas.
No somos dioses griegos, pero ellos nunca supieron que les inventamos su mitología.