Para los seres que amamos la poesía, adentrarnos en un buen poema es una experiencia estética y filosófica. Leer un poemario de Julieta Dobles es un privilegio que el alma sensitiva celebra jubilosamente por tratarse de una escritora de primera línea, ante quien las palabras parecen someterse dócilmente a su dominio, como si fluyeran de manera espontánea y natural del río fresco y desbordante de su inspiración: tal es la maestría de su verbo elocuente. De pronto nos encontramos pensando en ese universo interior, indagando, cuestionando, interpretando, porque la buena poesía es aquella que nos hace filosofar. Toda interpretación es siempre una manera de pensar sobre el objeto de estudio, como cuando reflexionamos sobre la sentencia que sirve de acápite a Horas furtivas , que dice: “El amor eterno siempre es fugaz”. Es fácil observar que estamos ante una paradoja.
Según el Diccionario de filosofía de José Ferrater Mora, “una paradoja es una declaración en apariencia verdadera que conlleva a una autocontradicción lógica o a una situación que contradice el sentido común. En palabras simples, una paradoja es ‘lo opuesto a lo que uno considera cierto’”.
Ante la soledad. El poemario nos permite adentrarnos en la experiencia amorosa de dos seres que cruzan sus caminos en un instante eterno. Esta interpretación intenta apropiarse de esta paradoja que define el amor eterno como algo fugaz; paradoja del tiempo, que retiene el instante y lo inmortaliza.
La poetisa intenta refugiarse de la soledad construyendo un objeto del deseo que se cristaliza en la continuidad de momentos fugaces, pero que se vuelven eternos cuando la palabra poética los fija para siempre.
El amor puede vencer la soledad, pero es pasajero y efímero. La poesía va mas allá, hasta construir la ilusión de la permanencia, la “catarsis sanadora”. Lo erótico se convierte en una forma de salvación, en una vía compensatoria para la fugacidad de la vida.
En el breve ensayo que sirve de prólogo, Julieta Dobles dice que “el ser humano, que todo lo simboliza, ha ritualizado también la vida procreativa. Y lo ha hecho deliciosamente pues, con todo su poder simbólico, su belleza y vitalidad, ha inventado el amor [...], que nos salva cotidianamente de la rutina, de la soledad, del vacío; en suma, de la muerte”:
Eres el inventado, / la imagen sin espejo, / el doloroso objeto de mis sueños / que aprovechas mi sopor / para colarte, clandestino, / hasta donde no te permito en mis vigilias […]. Y aunque ya no te invento, / sigues al borde de mis sueños, / repitiendo alegrías exterminadas, / colocando éxtasis y mundos / y mañanas antiguas, / borrando y repintando / todo lo que no fuiste, / lo que yo puse en ti, / inventado quizá, / pero mío hasta la última lágrima / sucia de realidades.
Instantes. De tal modo, el amado se construye como un ser “fugaz, impredecible”, que cuando se presenta despierta todos los instintos, todas las pasiones, todos los deseos:
Y mi burbuja oscura, / aquella que arrastré / después del desamor. / Mi segunda virginidad, / estéril, afrentosa, / gruta de displaceres / donde el eros se esconde, / se esfumó en el asalto de tus manos, / ante el atrevimiento de tu lengua invasora, / enfrente al sabio tajo de la noche, / que improvisaste así para mi gozo.
El deseo sexual se describe como un abismo “peligroso y voraz”, pero apetecible y urgente, pleno de sensaciones:
No te amo aún, / pero te quiero ya, / aquí, junto a mis musgos / que se erizan bajo tu mano intrusa, / sometiendo mi orquídea sensitiva / a todas las torturas / de tu sabiduría .
En Hojas furtivas hay un original tratamiento estético del encuentro erótico, el cual se concreta en la descripción detallada y morosa de la sexualidad, del gozo, que se transforma en fiesta, en celebración, en el momento del éxtasis, “ternura en fuga”.
En la noción del “ya”, del “ahora”, se dibuja también la urgencia de apresar el instante efímero, inseguro, igualmente precario, pero capaz de vencer a la muerte (“ ¡Ay, amores de invento / con que alejamos, / por un día más, la muerte!” ):
Sobre tu vientre, amor, sobre tu vientre, / cumbre intensa y febril contra la muerte, / he gozado tu rostro transfigurado en olas, / contraído de éxtasis en la penumbra musical, / sorprendido in franganti en el placer, / como los ángeles inmunes a la culpa.
La nostalgia, el recuerdo, la “soledad que se quiebra por minutos”, son los ejes de la ausencia, los motivos de invención de una realidad que se advierte frágil, inventada:
Nos tomamos uno al otro / en los múltiples espejos de la sed. / Pero la realidad impone su terco reino. / Y mancha, de un revés, / el poema, de sangre, / sueño con el filo del trueno, / y golpea la guitarra hasta rajarla... // Nunca jamás... Es el cerco acechante de la consumación.
Confirmación del eros. En “Cómplice cristal”, la imagen de los amados en el espejo se convierte “en esa fotografía ritual y silenciosa, / perfecta y fugaz / como la dicha, / porque es solo de instantes / en el hoy sin memoria”. Es una especie de retrato ilusorio, inconsistente y transitorio.
Se trata de una imagen desdibujada, frágil objeto que solo se revive en el poema, punto de desequilibrio entre la imaginación y la realidad, que se resuelve en la capacidad de creación de la palabra poética, la cual acaba inventando un nuevo recuerdo: “Yo te invento, / tú me inventas; quizá te invento cada día ”.
Hojas furtivas es la confirmación del eros desde la certeza de la fugacidad, del encuentro amoroso que neutraliza las soledades de la ausencia, del deseo y la nostalgia de dos seres que solo logran alcanzarse por instantes, pero que quizás por eso mismo se desean intensamente:
Tú y yo, / de mundos diferentes, / de tiempos diferentes, / nos conocimos una tarde festiva, en que la vida / nos danzaba descalza, ebria y desordenada, / jugando a citas ciegas, / buscando la palabra y el oído del otro. // Y hemos sido condenados por aquella osadía / a ser mutua necesidad, / bálsamo inconfesable, / razón de sinrazones, / soledad que se quiebra por minutos, / pasión que se acumula y estalla, refulgente, / cuando ya no podemos / más con la lejanía.
En Hojas furtivas , la poesía tiende el puente entre lo eterno y lo fugaz, entre la nostalgia de la ausencia y la apasionada experiencia de los encuentros y desencuentros.
Los poemas que construyen el íntimo espacio de la relación amorosa y sexual, son estrategias que articulan y afirman la realidad de la fantasía, lo perenne de lo efímero, lo verdadero de lo ilusorio.
Certeza de la poesía. La poesía eterniza el deseo, incide en la conciencia de definir, de querer nombrar y nombrarse frente a la angustia de la vida, y posibilita la paradoja de fijar en el tiempo el aquí y el ahora de la creación, el triunfo del eros sobre la muerte.
La poesía representa la capacidad de amar, de realizarse en el amor, ante la ausencia y la fugacidad del instante, imágenes intangibles de lo efímero; la nostalgia erótica, la tenaz voluntad de sobrevivir, la búsqueda de salidas reales ante la contingencia y la clave de salvación de la angustia, pero asediada por una inmensa voluntad de realismo y de verdad profundas.
A la poesía no le importa la fugacidad del tiempo porque su palabra fija el instante eterno. Es poesía paradójica, que destruye el destino de la fugacidad porque en su centro coexiste todo el universo en un instante eterno.
Volvamos a la oración que sirvió de fundamento a estas reflexiones: “El amor eterno siempre es fugaz”; pero resulta que la palabra poética resuelve la antinomia, neutralizando su significado, llenándolo de misteriosas certezas que se actualizarán cada vez que nosotros, lectores de tiempos múltiples e ilimitados, revivamos, en las páginas de Hojas furtivas , las resonancias eternas de los amores fugaces.
La autora es doctora en Literatura del Doctorado Interdisciplinario en Letras y Artes en América Central, y ha sido catedrática en la Universidad de Costa Rica de diversos cursos; entre ellos, de griego, latín y mitologías.