Cortometrajes de larga intensidad

'Irene' y 'El emigrante'. Dos producciones nacionales dignifican un arte muy exigente Costa Rica

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El cortometraje es un género cinematográfico difícil de encasillar. Debe ser menor que 30 minutos, carece del prestigio del largometraje y de su mercado, y los festivales del género son pocos. El corto hereda la misma indefinición que el cuento, actualmente difícil de publicar. A pesar de la maestría de Chéjov y Borges, al cuentista se lo ve como un escritor de segunda.

No obstante, lograr un cuento o un corto inolvidable puede ser más difícil que una novela o un largometraje. Como decía Augusto Monterroso cuando le presentaban un mamotreto enorme: “Se está entrenando para escribir un cuento”. Cortázar pedía que el relato fuera breve, redondo, con ritmo e intensidad in crescendo y un knock-out final.

Hemos encontrado esa excelencia narrativa en dos producciones recientes: Irene, trabajo de graduación de la joven Alexandra Latishev, y El emigrante , primera ficción del experimentado productor audiovisual y fotógrafo Mario Cardona.

El cuento del corto en Costa Rica. Los cortos de ficción surgieron con la aparición del video. En 1985, el Centro de Cine recibió un equipo con el que experimentó una primera generación de videocineastas, como Gerardo Vargas, Rodrigo Soto y Andrés Heidenreich.

Luego, diplomados de diversas escuelas de cine volvieron al país con cortos de graduación: Mauricio Miranda, Ishtar Yasin, Alexandra Pérez y, sobre todo, los egresados de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de Cuba: Hilda Hidalgo, Gaby Hernández y Rogelio Chacón, entre otros.

En 1992, algunos de ellos se reunieron para ofrecer una primera exhibición de sus trabajos, y así nació la Muestra de Cine y Video costarricense que, bajo ese nombre, se mantuvo durante 18 años. Posteriormente se transformó en un festival internacional que, más que aportar a la producción nacional, invisibilizó la vitrina más importante del cortometraje.

En la Muestra, realizadores de todas las edades brindaron sus cortos, de diversas calidades, formatos y temas. Víctor Vega, Esteban Ramírez, Ishtar Yasin, Hilda Hidalgo, Gustavo Fallas, Jurgen Ureña, Laura Astorga, Paz Fábrega y Erika Bagnarello fueron algunos de los directores que presentaron cortos de gran calidad en el Teatro Variedades, sede icónica de la Muestra.

Luego surgió el colectivo Bisonte, cuyos directores –Iván Porras, Marcos Machado, Ariel Escalante y Carlos Benavides, entre otros– exhibieron sus trabajos innovadores y experimentales. Lo mismo sucedió con los primeros estudiantes de la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Véritas –Mauro Borges, Luis Salas, Federico Lang, Cristóbal Serra y Luis Carlos Bogantes–.

Una generación más reciente de egresados de la universidad ha ofrecido cortometrajes de gran calidad: Nicolás Wong, Federico Montero, Geancarlo Calderón, Montserrat Lazo y Alexandra Latishev.

Entre la sugerencia y la narración. Alexandra Latishev, con Irene , ganó –compartido con Norma, de Wong– el premio al mejor cortometraje en el Festival de Cine de San José y una mención en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.

Irene plantea el tema del deseo femenino desde una sensibilidad inédita en la cinematografía nacional. La historia se refiere a una madre soltera que trabaja en una fotocopiadora para mantener a su hijo. La joven vive con su madre, posiblemente también madre soltera, modelo repetido y círculo difícil de romper.

El corto se abre con el rostro de Irene, mientras su compañero de trabajo la penetra. Ella no disfruta, simplemente se deja usar.

Aparece un muchacho que le gusta, pero las responsabilidades que carga no le permiten liberarse y pesan más que su deseo. La madre la culpabiliza constantemente, hasta el punto de disputarle el amor del hijo.

Irene sufre la imposibilidad de pagar una culpa milenaria que soportamos las mujeres en el disfrute de nuestro cuerpo, creado como objeto para el otro –el hombre–. ¿Seguimos cargando el pecado original? ¿Seguimos siendo Eva?

La imagen de Irene comiéndose una manzana escarchada, tan roja como el deseo, condensa la sublimación que debe hacer para sobrevivir. En la escena final sube a un carrusel de caballos. La cámara lenta y el rostro de la mujer, en medio de la multitud y a la vez sumergida en su soledad, sugiere que el bamboleo le permite gozar de su sexualidad.

Un hombre sombrío. Del intimismo de Irene se pasa a Omar, el protagonista de El emigrante, quien encarna uno de los problemas más acuciantes de nuestra sociedad, desde su propia marginalidad.

Una música de piano acompaña a un niño que se baña en una poza. Disfruta sumergiéndose en el agua cristalina que se dispara en miles de gotas. El ambiente es acorde con la pureza de la infancia. De la idílica naturaleza pasamos a fuegos artificiales que brillan en la noche y revelan mascaradas, carrozas, bandas de músicos: la alegría construida y artificial de las fiestas de hoy.

Un hombre, con una gorra que le tapa el rostro, se desplaza ajeno en el gentío. Lleva un paquete y llama insistentemente a su casa. Un contestador con voz infantil anuncia que no hay nadie y en la pantalla del celular descubrimos la foto de una mujer y una niña.

Omar entra en un bar y se acomoda en la barra. El ambiente es sórdido y una mujer se le insinúa desde una mesa. Un flashback nos muestra la fractura social y humana que convirtió al niño luminoso en un hombre sombrío: pobreza, una madre agredida y abandonada, el hijo que le ofrece un vaso de agua como consuelo…

En el bar entra una niña angelical, que parece una advocación de la hija que Omar no encuentra. Ella canta y vende rosas y es de nuevo la inocencia que irrumpe en la oscuridad de la vida.

La tensión se eleva con la llegada de dos hombres. Al ritmo de los latidos acelerados del protagonista, la música pauta los torpes movimientos de Omar tratando de esconder el paquete. Los hombres se marchan y él vuelve a la barra. Le ofrece un plato de comida a la niña, que se ha sentado a su lado.

El knock out. La memoria reaparece y recompone en imágenes el círculo de violencia que llevó a Omar a su vida actual, hasta el bar en el que un noticiero de televisión le revela la verdad. Su familia ha sido asesinada. Es la conocida venganza de los sicarios al servicio del narcotráfico.

La niña-ángel le acerca un vaso de agua, como él hacía con su madre en la niñez brutal de la que nunca pudo salir indemne. Omar no puede tomarla. Extrae el paquete de dinero y lo deja sobre la barra. El corto se cierra con el brevísimo cuento que lo inspira. La mujer lo detiene: “Papi, ¿se le olvidó algo?”. Una pausa precede un “Ojalá” dictado por el destino. Sale.

El emigrante termina con un golpe a la cara, el knock out de Cortázar. Nos lleva al final con ritmo ágil, fotografía impecable y una cámara acompasada por las emociones: lenta en el disfrute, agitada ante el miedo. La banda musical envuelve el saturado ambiente urbano y taladra la desolación del protagonista.

En poco más de diez minutos y con una estructura apretada, Cardona nos enfrenta a la realidad latinoamericana y a la vez nos envía a un ángel que parece ofrecernos un trago de agua fresca –imagen reiterada en el corto– como posibilidad de redención.

Irene y El emigrante son dos cortometrajes de gran calidad que, desde facturas y sensibilidades disímiles y a la vez complementarias, continúan el arduo proceso de construcción de nuestra identidad en imágenes. Son dos obras que reclaman por la atención que debe dársele a la producción audiovisual de corta duración y larga intensidad.