Eran las siete de la mañana y el fuego ya estaba ardiendo, el agua a punto de hervir, los mecates, mesas y cuchillos listos para iniciar su trabajo. El cerdo de 90 kilos aún estaba amarrado y parecía presentir lo que estaba por suceder. No era fin de año, para la fiesta de los diablitos faltan casi siete meses, aún así la comunidad boruca se preparaba como si los enmascarados estuvieran a punto de salir a bailar por las calles de lastre. Todo se conjugaba para tener en un par de días lista la chicha de maíz, los tamales de arroz y el arroz con cerdo que comerían los más de 100 invitados a la boda de una de las indígenas "más bellas del Boruca", según la describieron los jóvenes artesanos de la comunidad.
No se trataba de cualquier matrimonio. Era la boda entre William Richard´s, un inglés que desde hace más de cinco años llegó a la comunidad de Curré -a ocho kilómetros de la Reserva Indígena Boruca en Buenos Aires de Puntarenas- para emplearse como profesor voluntario; y de Estefany Fernández, hija de una de las mujeres más conocidas y activas del pueblo.
Si bien la boda sería dentro de tres días, la muerte de aquel animal no podría esperar más. El encargado de ejecutarlo fue Randall Fernández, tío de la novia. El cerdo sería clave para la preparación de casi todas las comidas desde aquel momento hasta el festejo, empezando por la morcilla.
"Hay que hacerlo lento para que sangre bastante", decía el hombre que sostenía el cuchillo mientras otros cuatro luchaban para dejar inmóvil al cerdo.
En la cocina de piso de tierra y techo de paja, un grupo de mujeres se mantenía atizando el fuego y cortando los limones que usarían en la morcilla, que según Feliciana González –abuela de la novia y encargada del banquete- no se puede hacer en cocina eléctrica y mucho menos de gas, tiene que ser con leña.
Una vez destazado el cerdo, las mujeres se encargaron de empacarlo en bolsas y dejarlo listo para el día siguiente. Esa tarde todo debía quedar en el mayor orden posible, llegaban el novio y sus padres.
Los foráneos se hospedarían en la casa de Nidia, tía de Estefany. De toda la comunidad, es la única que cuenta con tanque de agua, lo que garantizaría una estadía más placentera.
Además del hospedaje, Nidia tenía mucha responsabilidad en sus manos. Ella es una de las artesanas del pueblo y tradicionalmente esculpe y pinta algunas de las máscaras que se utilizan en la tradicional fiesta de los Diablitos. En esta ocasión, sería la encargada de dejar a la novia radiante y confeccionar su vestido.
"Me tiemblan las piernas, ahora sí tengo miedo, me voy a desmayar", decía Estefany durante la prueba de vestuario, un día antes del casamiento.
Nidia también se encargó de maquillarla y esmaltar sus uñas el día de la boda, para ello utilizó la misma pintura que suele usar en las máscaras de diablitos.
A Estefany el papel de novia no la eximió de su principal responsabilidad: su hija Alisa Nailea de 10 años, quien dijo estar feliz por tener un nuevo padre, pero al mismo tiempo triste por dejar a su familia y mudarse a un país donde no se habla español, única lengua que domina hasta el momento. Ese sentimiento no era solo de ella, su madre también lo compartía. Y es que por el trabajo actual de William, la recién conformada familia se irá a vivir a Tailandia.
"Cuando todos se ponen a llorar mejor ni estoy, me voy. Mejor no pienso en las consecuencias, ya tomamos una decisión y es irnos a Tailandia. Ahí Will será profesor y yo me quedaré aprendiendo el idioma", dice la novia con ojos llorosos.
Esta boda no sería la primera en la que un vecino de Boruca se mezcla con algún extranjero; precisamente, los padrinos serían una norteamericana y un boruca que ahora reparten su tiempo entre el país del norte y el pueblo que aún alberga parte de la historia indígena de Costa Rica. A quienes sí tomó por sorpresa fue a los padres del joven inglés.
"Cuando Will dijo que quería casarse con una indígena de Costa Rica pensamos que era una idea muy loca. Hemos viajado bastante y eso nos ha permitido acostumbrarnos a otras culturas, cuando vinimos a conocer a la familia de Estefany nos quedamos más tranquilos y nos hemos adaptado a ellos. Es que no es solo una costarricense es una indígena, parte de una tribu", comenta Neil Richard, padre de William.
Las vecinas de mayor edad y amigas de doña Feliciana fueron indispensables. Con pañuelos en la cabeza, delantales desgastados y cuchillos afilados se encargaron de picar, lavar y cocinar todo lo necesario. Mientras que los hombres jalaban sillas, barrían patios, cortaban hojas y picaban la leña. Todos trabajando por igual, excepto en la preparación de los tamales de arroz, ahí solo se valía mano indígena.
Fiesta para rato. La noche en la que llegaron los padres del novio, se realizó la lunada, algo así como una cena familiar en el patio de la casa.
Según la abuela tenían cerca de un mes de no ver una gota de agua, por eso no corrieron para colocar más de una carpa en lo que sería el centro de la pista de baile. Este fue el inicio oficial del festejo.
La noche siguiente se realizó la despedida de soltera, organizada por las mujeres más jóvenes. No fue nada improvisado: bombas, sostenes viejos tendidos en alambres y música entre criolla y moderna ambientó aquel patio, que se convirtió en testigo de abrazos, llanto y emoción. Desde tempranas horas de la tarde las mujeres se fueron reuniendo disimuladamente en la casa de doña Feliciana, tenían que preparar a escondidas el arroz con leche, los dips y el plato fuerte: arroz arreglado que se daría en la noche.
A eso de las 8 p.m. apareció la novia y pese a que la actividad se organizó en su propia casa la sorpresa fue inevitable. Inmediatamente un velo provisional la coronó y los sombreros de fiesta fueron entregados a los niños, quienes de forma natural los convirtieron en cuernos de diablo.
Las actividades eran relativamente sencillas, pero la verdad es que para los padres de William no, ellos necesitaban un traductor ya que ninguno habla español, y esa fue la tarea de Eduardo, primo de Estefany y el único guía bilingüe de la comunidad.
Esa noche lo atrevido de la despedida y el romanticismo de la serenata se fusionaron gracias a la complicidad del novio y del abuelo, quienes se presentaron junto a un trío que tocó sus canciones por un buen rato.
"No llores, porque dijiste que no ibas a llorar", le decía su tía, aunque para ese momento las lágrimas de felicidad ya estaban en su rostro.
"Yo no iba a llorar, pero cuando vi a mi abuelo tocando y luego a Will no aguanté. Fue como ver lo que perdía y lo que estaba por venir en un solo lugar", comentó más calmada Estefany.
Buen augurio. Finalmente llegó el día de la boda y aunque llevaban dos días de cocinar aún quedaba pendiente hervir tres ollas de tamales y preparar el arroz, tareas a cargo de la abuela y su tropa de cocineras.
A sus espaldas, ahí en la pequeña cocina, crecía una montaña de globos que serían utilizados en un par de arcos que decoraron el camino por el que desfiló el cortejo.
La ceremonia estaba programada para las cinco de la tarde; no obstante, un error en los documentos de la abogada obligó a aplazar una hora la actividad. Este no fue tiempo muerto, el atraso fue aprovechado por las mujeres para trenzarse los cabellos y maquillarse con calma. Todas excepto doña Feliciana, que entre el alboroto de la comida, la atención de los invitados y el lamento por la partida de su nieta más cercana prefirió quedarse con la blusa y las chancletas viejas que usa a diario.
La ceremonia fue emotiva y tensa al mismo tiempo. En el momento del sí acepto Will no pudo contener su nerviosismo, treinta segundos de silencio parecieron diez minutos de duda, pero en realidad se trataba de solo un momento de reflexión. Al final ambos juraron amarse por siempre.
Como si se tratara de un buen augurio o "suerte para toda la vida", decían los locales, la lluvia se apropió del momento, fue solo para el susto. Una vez pasado el brindis, el cielo se despejó y dio paso a un pequeño juego de pólvora donado por uno de los vecinos.
Comida, chicha y refrescos para todos. La comida estuvo lista pocos minutos antes y las damas ya no eran las mismas, habían regresado al calzado bajo y cómodo.
Mientras tanto se armaba el baile bajo la única carpa disponible, una vez entrados en calor era el turno de Will, su baile incluía quitarle a Estefany la liga que traía en la pierna, pero para ello debió usar sus dientes. Este definitivamente fue uno de los momentos más eufóricos de la noche y con el que se dio vía libre a los invitados para que se sintieran en casa.
Luego de pasar unos días en las playas de Limón; Estefany, William y Alisa Nailea viajaron a Londres, y dos semanas más tarde llegaron a su nuevo hogar en Tailandia. Mientras tanto en Boruca todo regresó a la normalidad de siempre, solo que ahora la casa de techo de paja y piso de tierra está llena de ausencia por la nieta que se marchó al otro lado del mundo.