Margaret Keane, aquellos ojos grandes

Sus obras las compraban las celebridades de Hollywood; pero todos ignoraban que la artista era ella; se las atribuían a otro autor y debió de luchar por recuperar sus creaciones

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Para justicias, el tiempo. Fue tan infeliz como los niños que pintaba: melancólicos, tristes, inocentes y extraviados. ¿Arte o pintura? ¿Vulgar o maravillosa?

Naderías. A fin de cuentas, como decía Pablo Picasso: “Un pintor es un hombre que pinta lo que vende. Un artista, en cambio, es un hombre que vende lo que pinta”.

Y los cuadros de Margaret Keane llegaron a costar $50,000, los más baratos y los caros en $250,000. Las celebridades más conspicuas de Hollywood morían por un Keane; Natalie Wood, Joan Crawford, Jerry Lewis o Kim Novak los adoraban. Incluso el apóstol del arte pop, Andy Warhol, llegó a decir que, si esas obras se vendían, era porque gustaban.

Los críticos, como John Canaday, calificaron los cuadros de Margaret como obras “waifs”, algo así como niños huérfanos y a lo sumo como “no arte”, que venía a ser una forma elegante de decir: basura colgada en la pared.

A Margaret eso le valía un churro porque ella estaba feliz con su hija Jane; vivía en una cómoda residencia en Los Ángeles con su adorable marido, Walter Keane y todo era pan, amor y fantasía… pero (¡Por qué siempre debe haber un maldito pero!).

Si el hombre feliz no tenía camisa –según reza la moraleja del cuento– la pobre de Margaret estaba desnuda. Ella trabajó –como una trastornada– en el “atelier” que su amantísimo esposo le acondicionó en la casa; ahí pintó –por casi diez años– cuadros de niños, mujeres y animales con unos enormes ojos llenos de tristeza.

Las obras salían en serie con la firma “Keane”; lucían en las galerías más respetadas; las imprimían en carteles y aunque pecaran de “kitsch” –como dicen los de nariz respingona– Walter las vendía como si fueran ¡ Suyas!

Sí. ¡Qué diablos! El grandísimo farsante se pavoneaba como el genio de cuyas manos salían aquellos lienzos. Llegó a decir que ni Rembrandt, ni Miguel Ángel, ni Doménikos Theotokópoulos –El Greco para los neófitos– fueron capaces de pintar ojos como él los plasmaba.

Este émulo del Dr. Jekyll era un zalamero en la calle, pero en la casa se portaba como un Mr. Hyde. Walter tenía a Margaret esclavizada en el estudio, le restringía las salidas, la ninguneaba y le endulzaba la oreja con tal de que pintara y pintara, para engordar su billetera, mujerear y emborracharse.

El chisme completo lo contó el director Tim Burton. Este conoció la historia y filmó, Ojos grandes, con Amy Adams y Christoph Waltz, donde retrató las peripecias de Margaret para recuperar su dignidad y la propiedad intelectual de sus obras.

Miente, miente

Desde que era una niña Margaret pintó ángeles con enormes ojos, en los talleres artísticos de una iglesia de Nashville –Tennessee– donde nació, el 15 de setiembre de 1927.

A los 23 años se casó con Frank Ulbrich y procreó a Jane, su única hija. Las dos huyeron del hogar, porque el marido era “el mismo demonio” – como la empalagosa melodía de Un ramito de Violetas.

Cayó de las brasas al fuego porque conoció a Walter Keane; este meloso la sedujo con sus galanterías y ambos pasaron por la vicaría en 1955. Unos dicen que él se le cruzó en una exposición de arte, otros que fue en un parque donde ella vendía sus cuadros en un dólar.

Lo cierto es que Walter olfateó el negocio que le cayó; convenció a la ingenua de Margaret para que todo el día pintara obras en serie y él las comercializó. Ese era un mercachifle capaz de vender el sol.

Montó su propio circuito de galerías, editó libros de arte y colocó los cuadros en supermercados, librerías, clubes de jazz, catálogos de venta por correo y en menos de un tris inventó el mercadeo de pinturas.

Todo se vino al piso una noche. En el club nocturno The Hungry, en San Francisco, Margaret se enteró que Walter promocionaba las obras como propias y ella había sido una crédula.

Montó en santa cólera. Él alegó que era una mentira blanca para promocionar los cuadros porque necesitaban el dinero para cuidar de la hija, pagar las cuentas y “que aquí y que allá”. Manipulada por el embustero decidió tragarse el orgullo y aceptó seguir el juego.

“Era un mal hombre. Yo era introvertida y solo me hacía feliz pintar. Se aprovechó de eso. Me decía cosas horribles; pasaba los días encerrada en casa”. contó la artista en su autobiografía.

Al cabo de diez años logró liberarse y se fue a vivir a Hawaii; ahí se casó con el comentarista deportivo Dan McGuire. Abatida por la traición de su exmarido buscó refugio en el ocultismo, la astrología, la grafología y la meditación trascendental.

De ese abismo salió tras leer La Biblia y volver a sus creencias cristianas. Recuperó la autoestima y comprendió que debía de contar la verdad y desenmascarar a Walter.

Retó a su exmarido a un duelo público de pinceles en la San Francisco’s Unión Square. El cobarde no llegó; más bien la acusó de infiel y mentirosa.

Los dos fueron ante el juez y este zanjó la disputa al estilo Salomón. Pidió a los contendientes que –ante el jurado– cada uno pintaría un cuadro para demostrar quién era el autor de las obras.

En 53 minutos Margaret pintó un niño de grandes ojos tristes. Él. Nada. Alegó que tenía dolor de hombro, falta de inspiración e intimidación. Lo condenaron a pagar $4 millones por daños emocionales y menoscabo de la reputación.

Walter murió en la ruina en el año 2000. Margaret recuperó su vida y su dignidad. Todo pasa; solo el arte queda.

La otra versión del cuento

El alegre estafador era en realidad un hombre maravilloso, marido sin igual, padre ejemplar y artista excelso, según la versión que dio a la prensa Susan Hale Keane, hija de Walter y su primera esposa Alma.

La muchacha salió al corte de las declaraciones de Margaret y adujo que eran irreales, ya que ella y sus padres vivieron en Europa –durante la postguerra- y Walter solía recorrer las calles donde captó la tristeza de los niños abandonados.

De regreso a Estados Unidos estableció un taller de títeres y estos se caracterizaban por sus ojos grandes.

Fotos: Robert Brown y AP