Revista Dominical

Un caso de fotofobia

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Me gustan las fotos antiguas, siempre que sean de otros. Desde niño me parece absurdo imprimir imágenes de lo que bien guarda la memoria y algo me decía que, aparte del diario reflejo en el espejo para asegurarme de llevar el pelo acomodado, mi imagen nada tenía que ofrecer. Por eso me reía de los turistas japoneses que viajaban sin ver dónde estaban, atenidos siempre a que de regreso podría admirar las maravillas del mundo en los miles de cartoncitos manchados que sus cámaras eyectaban como si estuvieran enfermas de la barriga. Igual hilaridad me provocan los políticos que cubren las paredes de sus oficinas con kilómetros cuadrados de fotografías que se tomaron junto a otros políticos desesperados por fotografiarse. Nunca olvidaré el caso de un eterno aspirante a la presidencia de la República que casi se desnuca el día en que, para salir en una foto multitudinaria con Su Santidad el Papa, le pidió a un sicofante que lo sostuviera del faldón del traje mientras se inclinaba peligrosamente en un ángulo de casi 45 grados. En el borde de la foto, el ex-futuro presidente parece que acaba de llegar al vuelo, como Supermán.








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