Me gustan las fotos antiguas, siempre que sean de otros. Desde niño me parece absurdo imprimir imágenes de lo que bien guarda la memoria y algo me decía que, aparte del diario reflejo en el espejo para asegurarme de llevar el pelo acomodado, mi imagen nada tenía que ofrecer. Por eso me reía de los turistas japoneses que viajaban sin ver dónde estaban, atenidos siempre a que de regreso podría admirar las maravillas del mundo en los miles de cartoncitos manchados que sus cámaras eyectaban como si estuvieran enfermas de la barriga. Igual hilaridad me provocan los políticos que cubren las paredes de sus oficinas con kilómetros cuadrados de fotografías que se tomaron junto a otros políticos desesperados por fotografiarse. Nunca olvidaré el caso de un eterno aspirante a la presidencia de la República que casi se desnuca el día en que, para salir en una foto multitudinaria con Su Santidad el Papa, le pidió a un sicofante que lo sostuviera del faldón del traje mientras se inclinaba peligrosamente en un ángulo de casi 45 grados. En el borde de la foto, el ex-futuro presidente parece que acaba de llegar al vuelo, como Supermán.
Tal vez esa aversión a “salir en la foto” tenga algo que ver con un atavismo que me fue sugerido por cierta escena en la que me vi involucrado (no hay foto de ella). Recorría las calles de Nairobi –la metrópoli de Tarzán ¿recuerdan?– en compañía de un compatriota que sí se tomaba una foto en cada esquina. Cuando estuvimos frente a una mezquita –equivalente musulmán de una catedral– mi amigo quiso que yo le “sacara una foto” con el templo como fondo testimonial de su visita a Kenia. Tomé la cámara, le indiqué dónde ubicarse de manera que en la plancha apareciera algún minarete y me apreté el botón del obturador. ¡Para qué lo hice? En torno a nosotros se desataron una estampida humana y un amenazador rumor de protestas, pues si bien la mezquita era tan musulmana como Bin Laden, los trabajadores que en aquel momento se dedicaban al mantenimiento de la calle en la cual nos encontrábamos –la “muni” de Nairobi no es tan ineficiente como la de Montes de Oca– eran animistas y creían que “salir” en una foto significaba perder una parte del alma. Desde entonces me pregunto si mis ancestros africanos no me habrán transmitido por vía genética la misma creencia y esa es la razón por la que no me hace mucha gracia hacerme fotografiar.
En otras dos ocasiones me dejé llevar por un súbito afán de consagrar, con la cámara, una escena. La primera fue en Christchurch, Nueva Zelanda, donde me encontré muy cerca del grupo musical llamado The Beatles y le saqué dos fotos que hoy, creo, ya fueron a parar al relleno sanitario. La otra fue la vez que, sin buscármelo, en una cena me sentaron frente a un gobernante latinoamericano que se hurgaba incesantemente sus entrañas nasales. Algunas veces, en medio de algún apuro económico sentí ganas de subastar aquella foto. ¿Cuánto me habría ofrecido usted por ella?
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