Recientemente, y con motivo de las próximas elecciones municipales, un convecino del pueblo me preguntó cuáles eran los problemas más acucinantes en el distrito en el que vivo.
No pude dejar de sonrojarme al tener que reconocer, con enorme vergüenza, que no tengo la más mínima idea de cuáles puedan ser. Puedo conversar sobre periodistas detenidos en Moscú, o protestas en Hong Kong, o las próximas elecciones argentinas, o del estilo de gobernar de Bukele. Pero, después de diez años de vivir aquí, no soy capaz de hilvanar dos frases seguidas con una conjunción copulativa sobre aquello que preocupa a mis vecinos más cercanos.
No es tampoco que esté detrás del güitite, porque puedo ver algunas carencias o deficiencias en el entorno físico (ausencia de tapas en los tragantes, personas inconsideradas que depositan basura en un lugar que no corresponde y en un día que tampoco, racionamientos de agua, etc.), toparme con un, hasta hace poco, impensable mendigo, u oír sobre pequeños hechos delictivos que causan conmociones desproporcionadas.
Pero lo que no sé, a ciencia cierta, es lo que desvela a mis vecinos en lo más íntimo y personal. Y tampoco es porque no los conozco. Bueno: no los conozco a todos, pero sí conozco a mis vecinos más mediatos. Que son vecinas y vecinos de saludo y hasta abrazo; de conversa, de chiste y de chingue. Pero también vecinos de compartir sus cuidados y preocupaciones, y de ofrecerse solícitos para ayudar, sea para el préstamo de l escalera o para cuidar la casa en ausencia. Y de unirse para protestar.
Vecinos que, pese al inevitable desencuentro ocasional, nos llevamos bien. Quizás porque, eso sí, no tenemos grupo de guasap..
Pero esta realidad inmediata no puede esconder cómo el proceso de urbanización ha ido erosionando, lenta, imperceptible pero inmisericorde, nuestro sentido de comunidad.
Ya muchos no vivimos en nuestras comunidades de origen, y cuando nos trasladamos a nuevos lugares no siempre hacemos el esfuerzo por integrarnos a nuestro nuevo entorno.
Porque, muchas veces, lo único que tenemos ahí es una casa. Casa que, también muchas veces, sirve casi que exclusivamente de dormitorio o de refugio. Y que está construida como tal, con toda la parafernalia necesaria para comunicar que no queremos que comunicarnos, ni que nos molesten.
Es más: que ni se acerquen Casas que, cada vez con más frecuencia, están agrupadas en ámbitos segregados, que parecen otros países dentro de nuestro país, con casetillas, guardas, registros e identificaciones.
Y casas a las que, cada vez menos, llegan esos vecinos, como de película gringa, con el queque seco o el tamal de elote de bienvenida.
La cultura del automóvil es también otro factor que nos disgrega. Ya no caminamos ni para ir a la pulpería. Y como no lo hacemos, perdemos la oportunidad de conocer a las personas de nuestro entorno, saludarlas, familiarizarnos con ellas y tratarlas. Salimos desde buena mañana en nuestras cápsulas, solipsistas, indispuestos y aborreciendo a todos los tripulantes de las otras cápsulas que se interponen en nuestro camino.
Y regresamos con la misma disposición de ingresar raudos a nuestras cocheras (sin necesidad de bajarnos) a escondernos del mundo hostil y refugiarnos en nuestros sofás a soñar con ovejas eléctricas.
Ya ni siquiera hacemos compras en los comercios de nuestro entorno inmediato. Nos desplazamos a lugares anónimos, a comprar en establecimientos atendidos no por sus distantes y desconocidos dueños, sino por dependientes tan ajenos al conocimiento de los productos que venden como a nuestros gustos o nuestros nombres.
O a comer y beber a restaurantes que de tanto esforzarse en ser diferentes terminan pareciendo homogeneizados; lugares presuntuosos, atendidos por camareros igual de ajenos y desinteresados que, como una venia de reconocimiento a nuestra pobreza espiritual, tendrán todavía el tupé de cantarnos cumpleaños feliz con la sinceridad de los herederos que cantan a la tía abuela que no se decide a morir.
Y así, sin darnos cuenta, somo nosotros los que vamos dejando morir, por desidia, a esos otros comercios, mucho menos glamurosos, que, discreta y consistentemente, han atendido nuestras necesidades por años. Esas tiendas pequeñas, atendidas por sus propietarios, que son nuestros vecinos, que tienen nombre y que nos pueden llamar por el nuestro. Esas zapaterías, y pasamanerías, y barberías que van desapareciendo, lenta pero inexorablemente, del paisaje, para dar paso a negocios, modernos, ajenos, fríos, sin alma.
Esas pulperías en las que muchos tuvimos que pedir fiado tantas veces, con la confianza de un acuerdo verbal que se respetaría en forma inquebrantable, porque era una forma de crédito sin el engorro de los trámites. O esas barberías, o salones de belleza, en que nos ponemos al día sobre la vida de conocidos a los que hace tiempo no vemos y actualizamos la nuestra, para conocimiento de otros clientes. O esas cantinas de esquina, de trago con boca, en las que convivimos pobres y ricos, letrados y operarios, hombres y mujeres, pericos y mariachis, jóvenes y viejos, consultando todos con los psicólogos que habitan detrás de esas barras.
No me malinterpreten. No soy un ludita, un enemigo del progreso. Sin ser un fanático de la tecnología, he sabido adaptarme al cambio de los tiempos y apreciar las bondades de la vida moderna, que son muchas. No creo en la nostalgia como virtud, ni en el folclorismo rancio, de museo, que pretende dejar todo como estaba, como si de una estampa se tratara.
Al igual que las personas, todo en este mundo viene y se va. Tiene su ciclo. Pero creo, sinceramente, que si no cuidamos nuestro entorno con un poco más de cariño, perderemos algo más que recuerdos en la foto. Perderemos la oportunidad de conocer lo que alegra y lo que acongoja a nuestros vecinos. Y corremos con ello el riesgo de perder mucho de lo que nos hace humanos. Como es usual, ya nos lo había advertido un poeta: “Que no te cierren el bar de la esquina”.