Y es que no son tiempos fáciles. De pronto, parece que el suelo se mueve bajo nuestros pies. Que ya nada está en su sitio, ni nada es lo que solía ser. La naturaleza, la vertiginosidad y los impactos de los cambios tecnológicos, en todos los ámbitos, nos tienen entre sorprendidos y molestos, sin saber muy bien qué esperar y, mucho menos, qué hacer.
Y algunos, muchos, cuidado si no los más, se sienten entre humillados y ofendidos.
Uno de los cambios que pueden explicar este animus es el hecho de que, en los últimos 10 años, hemos vivido una revolución en la forma de comunicarnos. Hemos pasado de una sociedad homogénea, en que solo unos pocos, intermediados por los medios de comunicación (también pocos), tenían el derecho y la posibilidad de hacerse oír, a sociedades heterogéneas, en que cada uno de nosotros es un medio. O un medio medio.
Algo más parecido a un primate con un megáfono.
Y hemos pasado del acotado ámbito de nuestro discurso (la familia, el grupo del percolador y la mesa de tragos) a la torre de Babel de todos con todos. O todos contra todos, según se vea. A una feria o mercado en la que todos los primates tenemos megáfono y hacemos uso de él, y lo hacemos todos a la vez. Y hay mucho ruido, porque hay mucho que decir.
Hablamos muchos y hablamos mucho; se repite mucho. Todo es inmediato, no todo es veraz y no hay tiempo para pensar. Solo para ver e, inmediatamente, ignorar o reaccionar.
Mucho ruido, poca señal.
Y hemos pasado de los reducidos grupos de afinidad de antaño a exponernos, en forma insoslayable, a otros grupos de personas, muchas de las cuales no piensan como nosotros. Y como buenos primates, la reacción rápida a la idea diferente, como al primate diferente, está teñida de ironía, sarcasmo y humor. Nos reímos de las ideas y las creencias de otras gentes que no piensan igual que nosotros y los nuestros.Y esas gentes nos responden igual: se ríen de nuestras opiniones.
Pero en este intercambio de burlas y humor, en ocasiones con la jareta abierta, hay una diferencia que puede parecer sutil, pero es crucial. Algunos ignoramos esas risas, las soportamos con paciencia franciscana o las retomamos para devolverlas con más humor.
Pero hay otros que se ofenden. Y se indignan profundamente, y se sienten personal y grupalmente agredidos. Personalmente ofendidos.
Y a estos hay que recordarles que la ley protege el honor de las personas. Que los conocidos como delitos contra el honor (injuria, calumnia y difamación) están tipificados para proteger la dignidad de las personas.
Pero hay que recordarles también, con claridad meridiana, que las ideas carecen de ese fuero. Como dice Edgardo Moreno: “Las ideas no pagan impuestos. Por lo tanto, se les puede insultar”. Porque no se puede, estrictamente hablando, “ofender” a una idea.
La libertad de expresión permite la manifestación libre de opiniones, incluyendo el considerar risibles las creencias y prácticas de otras personas, y manifestarlo así, públicamente. Y quien recibe esa mofa tiene derecho a devolver el tratamiento.
No es que esta práctica, en ninguna de las vías, sea un curso de acción recomendable. No ayuda en mucho, porque no solo no acerca ni empatiza, ni permite el debate sereno y razonable, sino que dinamita los ya precarios puentes de hamaca entre distintos grupos.
Pero, en el caso de darse, aquellos cuyas ideas son sometidas a escarnio podemos sentirnos como nos plazca: no se puede argumentar contra una emoción. Pero no tenemos ningún derecho a limitar la libre expresión de otros ni, mucho menos, a obligarlos a callar. Nadie tiene ningún “derecho” a sentirse ofendido porque alguien “ofenda” sus ideas.